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CARMILLA
Dando unos pasos para alejarse del ventanal, se sentó.
Y apenas el hombre se había perdido de su vista, su ira se
calmó tan súbitamente como había estallado. En pocos minutos
había recuperado su actitud normal. Aparentemente
había olvidado la existencia del diminuto jorobado y sus tonterías.
Aquella noche mi padre no estaba de buen humor. Cuando
llegó a casa, nos habló de un nuevo caso muy similar a
los otros dos fatales que habían ocurrido en tiempos muy
recientes. La hermana de un joven campesino que trabajaba
en sus tierras, apenas a una milla de distancia, estaba muy
enferma. Tal como ella misma contó, fue atacada en casi la
misma forma de la otra y estaba muriendo lenta pero irremediablemente.
—Todos estos casos –dijo mi padre–, tienen una explicación
científica. Se deben a causas naturales. Pero estos pobres
heredan sus supersticiones y por eso transmiten de generación
en generación unas versiones de terror que se transforman
luego en imágenes y van contagiando a sus vecinos.
—Pero esa misma circunstancia me asusta terriblemente
–dijo Carmilla.
—¿Cómo así? –preguntó papá.
—Me da tanto miedo ver cosas imaginarias. Creo que
sería tan malo como si fueran de verdad.
—Estamos en las manos de Dios –dijo mi padre–. Nada
puede ocurrir sin su consentimiento, y todo terminará bien
para aquellos que lo amen. Él es nuestro fiel Creador. Él nos
ha creado a todos y se encargará de cuidarnos.
—¡Creador! ¡Naturaleza! –exclamó Carmilla en respuesta
a las palabras de mi amable padre–. Esta enfermedad que
está invadiendo el país es natural.
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