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CARMILLA
Creía que las camas estaban desocupadas, que en la habitación
no había nadie más que yo. Luego, después de mirar
por todos lados (y recuerdo cómo me llamó la atención especialmente
un candelabro de dos brazos que reconocería
fácilmente si lo volviera a ver), me metí debajo de una de las
camas para llegar hasta la ventana. Pero al levantarme al otro
lado de la cama sentí que alguien estaba llorando. Y estando
yo todavía de rodillas, mi mirada cayó sobre la cama, y te vi.
Estoy segura de que eras tú. Y estabas como te veo ahora,
una bella adolescente con bucles dorados y grandes ojos azules,
y con los labios, tus labios, tal como te veo aquí en este
momento.
Y continuó:
—Tu belleza me conquistó. Trepé encima de la cama para
abrazarte, y creo que las dos nos quedamos dormidas. Me
despertó un grito; tú estabas sentada, gritando. Me asusté, y
deslizándome, caí al piso. Parece que perdí el conocimiento
momentáneamente, y cuando volví en mí, estaba otra vez en
mi propia habitación en casa de mamá. Pero nunca he podido
olvidar tu cara. Un mero parecido no me engañaría. La
joven mujer que yo vi aquella noche eras tú.
Entonces me tocó el turno de narrar la correspondiente
visión que yo tuve. Cosa que hice. Y al oír mi historia mi
nueva amiga no ocultó su asombro.
—No sé cuál de las dos –me dijo con una sonrisa–, debería
sentir más miedo de la otra. Si no fueras tan bonita, tal
vez sentiría mucho miedo en tu presencia. Pero siendo como
eres, y las dos tan jóvenes, solo siento haberte conocido hace
doce años y por eso he ganado un cierto derecho a la intimidad
contigo. En todo caso, parece evidente que, desde la
primera infancia, estábamos destinadas a ser amigas.
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