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CARMILLA
regresara. El día que recibas noticias de ella, me encantaría
saberlo.
Esta noche los relatos sobre el progreso de la misteriosa
enfermedad que está asaltando nuestra vecindad son cada
vez más alarmantes. Y, mi querida huésped, siento mucha
responsabilidad por ti en ausencia de tu madre. Ella no está
para aconsejarme, pero en las circunstancias haré lo mejor
que pueda. Pero una cosa es segura: que ni debes pensar en
abandonarnos sin que recibas una orden explícita de ella.
Además, tu ida nos produciría demasiada tristeza para que
fuéramos a dar nuestro consentimiento fácilmente.
—Agradezco, señor, mil veces, su hospitalidad – respondió
con una tímida sonrisa–. Todos han sido tan amables
conmigo. Rara vez en la vida he estado tan feliz como me
siento aquí, en su bello castillo, disfrutando de sus cuidados,
y en compañía de su querida hija.
Ante esto, mi padre, con su acostumbrada galantería a la
antigua, le besó la mano, sonriendo y evidentemente contento
con el pequeño discurso de ella.
Como siempre, yo acompañé a Carmilla a su alcoba, y
me quedé sentada charlando con ella mientras preparaba su
cama. Finalmente le dije:
—¿Tú crees que algún día confiarás plenamente en mí?
Levantó la cabeza para mirarme, con una sonrisa. Pero
no respondió. Apenas siguió sonriendo.
—¿No me vas a contestar? –le dije–. No eres capaz de
contestar amablemente. No debí haberte dicho nada.
—No, hiciste bien en preguntarme eso, o cualquier cosa
que se te ocurra. No sabes lo especial que eres para mí. Porque
de otra manera entenderías que no hay ninguna confianza
demasiado grande que puedas tomar. Pero estoy obligada
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