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CAPÍTULO 13
—¿Decapitarla?
—Sí, con un hacha, o una pala o con lo que sea, algo que
pueda rebanar su garganta asesina. Va a saber –dijo, temblando
de la furia. Luego caminó adelante y señaló una viga
echada en el piso.
—Esa viga puede servir de asiento –dijo–. Su querida hija
se ve fatigada. Que tome asiento, y con unas pocas palabras
más, voy a concluir mi espantosa historia.
El bloque de madera que yacía sobre el adoquinado cubierto
de musgo en la destartalada capilla hizo las veces de
banca donde, con el mayor alivio, me senté. Mientras tanto,
el general llamó al leñador, quien estaba ocupado cortando
las ramas de un árbol que descansaba sobre el muro de piedra
de la capilla. Al instante, el robusto hombre se presentó
ante nosotros, hacha en mano.
No pudo contarnos nada acerca de los monumentos.
Pero nos habló de un anciano, un empleado del guardabosques,
que se alojaba en la casa del cura, a unas dos millas de
distancia. Ese señor podría indicarnos todos los monumentos
de la familia Karnstein. Estimulado por una propina que
le dio el general, el leñador ofreció ir por él y traerlo en media
hora, si le prestábamos uno de los caballos.
Efectivamente, el hombre regresó rápidamente con el anciano.
—¿Hace cuánto trabaja usted en estos bosques? –le preguntó
mi padre.
—Toda la vida he estado cortando leña aquí –contestó con
el fuerte acento de la gente de la región–. Tal como lo hizo mi
padre, y todas las generaciones de mi familia, más generaciones
incluso de las que pueda yo contar. Le podría mostrar la
casa en el pueblo donde antiguamente vivían mis antepasados.
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