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CAPÍTULO 1
Recuerdo también que, en el curso de aquel día, un señor
viejo y venerable vestido de sotana negra entró a la habitación
en compañía de la niñera y del ama de llaves, y, después
de conversar un rato con ellas, se dirigió a mí de la manera
más gentil. Su cara era muy dulce, y me dijo que iban a rezar.
Me juntó las dos manos y me rogó que dijera lo siguiente,
suavemente, mientras ellas oraban: «Señor, presta oído a todas
nuestras plegarias, por nosotros, en el nombre de Jesús».
Creo que esas eran sus palabras, ya que las repetía para mí
misma con frecuencia, y durante años mi niñera insistía que
las pronunciara cada vez que rezaba.
Guardo tanto la imagen de la dulce cara pensativa de
aquel señor viejo de cabellos blancos y sotana negra parado
en esa rústica habitación de color marrón, rodeado de muebles
incómodos y anticuados de un estilo de hace trescientos
años, y de la tenue luz que entraba por entre las rejas de una
ventana pequeña intentando aliviar la atmósfera sombría de
aquel cuarto. El anciano se arrodilló, y las tres mujeres con
él, y rezó en voz alta con una voz temblorosa durante lo que
parecía ser un largo tiempo.
Se me ha olvidado todo lo que viví antes de aquel incidente,
y sólo recuerdo vagamente las cosas que me pasaron por
ese tiempo. Pero las escenas que acabo de describir se resaltan
muy vívidas en mi memoria como unos cuadros aislados
dentro de un mundo fantasmagórico rodeado de oscuridad.
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