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CARMILLA
—¿Y se fijó en los sirvientes que la acompañaban? –preguntó
madame–. Una pandilla de tipos de muy mal aspecto.
—Es cierto –dijo mi padre, quien acababa de entrar–.
Los más feos y mal encarados que he visto en mi vida. Ojalá
no le vayan a robar a la pobre señora en el bosque. Sin
embargo, son hábiles, hay que admitirlo. Arreglaron todo
en segundos.
—Supongo que están agotados de viajar tanto
–dijo madame–. Además de parecer malévolos, tenían
caras tan raras, alargadas, oscuras y taciturnas.
Me suscitaron curiosidad, lo reconozco. Me supongo
que la joven te contará todo mañana, si está suficientemente
recuperada.
—No creo que lo haga –dijo mi padre, con una sonrisa
misteriosa y una inclinación de la cabeza, como si supiera
más del asunto de lo que estaba dispuesto a revelar.
Lo cual me incitó a querer saber qué era lo que había
pasado entre él y la señora de terciopelo negro durante la
breve pero intensa entrevista que se llevó a cabo justo antes
de su partida.
Apenas estuvimos a solas, le pedí que me lo contara. No
hubo necesidad de insistir.
—No hay ninguna razón particular por la que no debería
contarte. Ella expresó su renuencia a molestarnos con
el cuidado de su hija, explicando que la niña tenía una salud
precaria, que era nerviosa, pero no sufría de ninguna clase
de epilepsia (cosa que la señora reveló sin yo preguntárselo)
ni de ningún tipo de ilusiones, dijo, siendo, de hecho, perfectamente
sana.
—Qué raro que dijera todo eso –dije–. No era necesario.
—De todas maneras sí lo dijo –contestó con una risa–.
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