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DICIEMBRE DE 2005<br />
Los pueblos silenciosos<br />
A orillas del seco mar marciano se alzaba un pequeño pueblo blanco, silencioso y<br />
desierto. No había nadie en las calles. Unas luces solitarias brillaban todo el día en<br />
los edificios. Las puertas de las tiendas estaban abiertas de par en par, como si la<br />
gente hubiera salido rápidamente sin cerrar con llave. Las revistas traídas de la<br />
Tierra hacía ya un mes en el cohete plateado, aleteaban al viento, intactas,<br />
ennegreciéndose en los estantes de alambre frente a las droguerías.<br />
El pueblo estaba muerto; las camas vacías y heladas. Sólo se oía el zumbido de<br />
las líneas eléctricas y de las dinamos automáticas, todavía vivas. El agua<br />
desbordaba en bañeras olvidadas, corría por habitaciones y porches, y nutría las<br />
flores descuidadas de los jardines. En los teatros a oscuras, las gomas de mascar<br />
que aún conservaban las marcas de los dientes se endurecían debajo de los<br />
asientos.<br />
Más allá del pueblo había una pista de cohetes. Allí donde la última nave se había<br />
elevado entre llamaradas hacia la Tierra, se podía respirar aún el olor penetrante<br />
del suelo calcinado. Si se ponia una moneda en el telescopio y se apuntaba hacia<br />
el cielo, quizá pudieran verse las peripecias de la guerra terrestre. Quizá pudiera<br />
verse cómo estallaba Nueva York. Quizá pudiera verse la ciudad de Londres,<br />
cubierta por una nueva especie de niebla. Quizá pudiera comprenderse, entonces,<br />
por qué habían abandonado este pueblecito marciano. La evacuación, ¿había sido<br />
muy rápida? Bastaba entrar en una tienda cualquiera y apretar la tecla de la caja<br />
registradora. Los cajones asomaban tintineando con monedas brillantes. La guerra<br />
terrestre era sin duda algo terrible...<br />
Por las desiertas avenidas del pueblo, silbando suavemente y empujando a<br />
puntapiés, con profunda atención, una lata vacía, avanzó un hombre alto y flaco.<br />
Los ojos le brillaban con una mirada oscura, mansa y solitaria. Movía las manos<br />
huesudas dentro de los bolsillos, repletos de monedas nuevas. De vez en cuando<br />
tiraba alguna al suelo, riendo entre dientes, y seguía caminando, regando todo con<br />
monedas brillantes.<br />
Se llamaba Walter Gripp. En las lejanas colinas azules tenía un lavadero de oro y<br />
una cabaña, y cada dos semanas bajaba al pueblo y buscaba una mujer callada e<br />
inteligente con quien pudiera casarse. Durante varios años había vuelto a la<br />
cabaña decepcionado y solo. ¡Y la semana anterior había encontrado el pueblo en<br />
este estado!<br />
Se había sorprendido tanto que había entrado rápidamente en una tienda de<br />
comestibles y había pedido un sándwich triple de carne.<br />
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