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-En cohetes -dijo el viejo Quartermain.<br />
-¡Malditos aparatos! Pero ¿de dónde los habrán sacado?<br />
-Ahorraron dinero y los construyeron.<br />
-No sabía nada.<br />
-Parece que estos negros guardaron el secreto, y los armaron ellos mismos...<br />
Quizás en África.<br />
-¿Y pueden hacerlo? -preguntó Samuel Téece, paseándose por el porche-. ¿No<br />
hay una ley?<br />
-No es lo mismo que si declarasen la guerra -dijo el viejo en voz baja.<br />
-¿De dónde van a partir esos malditos conspiradores? -exclamó<br />
- Los negros del pueblo están citados en el lago Loon. Los cohetes estarán allí a la<br />
una; los recogerán y los llevarán a Marte.<br />
-¡Telefoneen al gobernador, llamen a la milicia! -gritó Teece- ¡No pueden irse sin<br />
avisarnos!<br />
-Ahí viene su mujer, Teece.<br />
Los hombres se volvieron otra vez.<br />
Calle abajo, en la luz ardiente y sin viento, apareció primero una mujer blanca y<br />
luego otra, y todas traían unas caras de asombro, y todas susurraban como<br />
papeles viejos. Algunas lloraban, otras estaban serias. Todas venían en busca de<br />
sus maridos. Empujaban las puertas de vaivén y desaparecían en las tabernas.<br />
Entraban en los almacenes frescos y silenciosos. Se metían en las droguerías y<br />
en los garajes. Y una de ellas, la señora Clara Téece, se detuvo al pie del porche<br />
de la ferretería, en el polvo de la calle, y miró parpadeando a su tieso y enfurecido<br />
marido mientras el caudaloso río negro fluía detrás.<br />
-Es Lucinda, Sam. ¡Tienes que venir a casa!<br />
-¡No me moveré por una condenada negra!<br />
-Se va. ¿Qué haré sin ella?<br />
-Te las arreglarás. Yo no voy a pedirle de rodillas que se quede.<br />
-Pero es casi de la familia -gimoteó la señora Teece.<br />
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