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El Humanista ubetense Juan Pasquau Guerrero y su época

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por usar de las palabras dorsianas. Aprendizaje paciente –lento, si es preciso– que<br />

desdeña la facilona línea de menor resistencia. Con heroísmo para rechazar la tentación<br />

impresionista, puramente sensorial, de la hora presente» 20 .<br />

Se aprecia que <strong>Juan</strong> <strong>Pasquau</strong> cada día se siente más implicado en <strong>su</strong> labor<br />

docente, y fruto de esta inquietud son artículos de gran fondo, como el titulado<br />

«Lectura infantil», en el que reitera <strong>su</strong>s idea de la importancia que tiene elegir buenas<br />

lecturas para la formación de los escolares y critica la falta de buenos libros para<br />

los niños 21 , y otro en el que aborda el tema de los estudios de bachillerato, cuando<br />

el bachillerato comenzaba a los 11 años:<br />

«Cada octubre, la vida –¿la vida?– convierte en estudiantes a unos cuantos millares<br />

de niños. Sus once años, los de cada uno, estrenan el bachillerato como una<br />

cosa insólita. Hay que ver a esos chiquillos un tanto ilusionados con la llegada<br />

de los libros, de los textos nuevos, satinados, impolutos. Se advierte cómo al<br />

principio los toman por un juguete más. Juguete respetabilísimo sin embargo<br />

que, a la postre, –ellos lo prevén vagamente– pueden llevar implícita una terrible<br />

desgracia: la de no poder aprendérselos. <strong>El</strong> mes de octubre para los estudiantes<br />

de primero de bachillerato es memorable. Cuando llega la noche y se les manda<br />

estudiar, adquieren, por así decirlo, una conciencia nueva: la de <strong>su</strong> impotencia.<br />

Esos libros traen «preguntas difíciles», esto es, preguntas que complican extraordinariamente<br />

el parvo y <strong>su</strong>cinto saber de la escuela primaria. Traen palabras y<br />

giros inéditos, traen enfáticas y sabias digresiones, traen una ciencia formal, una<br />

«ciencia en serio» que no puede por menos de amedrentarles. Si son pusilánimes<br />

los chiquillos, es claro que lloran en la primera velada de estudio. Y si son optimistas<br />

se encogen de hombros. Como hacemos todos, al fin y al cabo, ante el<br />

problema nuevo de cada año o de cada día.<br />

Pero es muy importante este primer enfrentamiento de los niños –enfrentamiento,<br />

repetimos, «en serio»– con la ciencia. Importante y delicado. Como que de<br />

él depende, a lo mejor, toda una trayectoria vital. Lo verdaderamente espinoso<br />

es que el niño, a los once años, apenas puede «interesarse» verdaderamente por<br />

las cosas maravillosas de la ciencia si no se las reviste, más o menos, con las cosas<br />

maravillosas de los cuentos. Pero este es otro peligro, porque la ciencia, en<br />

definitiva, no tiene nada de cuento y <strong>su</strong> amenidad es «a posteriori», nunca «a<br />

priori». Quiero decir que las verdades de las ciencias, cualesquiera que sean, no<br />

deleitan sino después de sabidas, cuando ya el propio juicio –timoneado por la<br />

propia inspiración– planea seguro por el ancho campo de los conocimientos.<br />

Y, ¿cómo interesar a los niños hacia lo que, verdaderamente, no es, para ellos,<br />

interesante?...» 22 .<br />

20 Ibidem, 21 de junio de 195 .<br />

21 Ibidem, 12-12-195 .<br />

22 Ibidem, «Primero de Bachillerato», 28 de octubre de 195 .<br />

Adela Tarifa Fernández

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