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Revista Quid 58

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Reseña<br />

dos<br />

Un tratado<br />

DE MODALES<br />

SOFÍA GONZÁLEZ BONORINO publicó su cuarta novela,<br />

Mi cliente (Editores Argentinos), que fue presentada<br />

por Claudia Schvartz y Luis Chitarroni. Reproducimos<br />

dos fragmentos de la presentación de un libro que<br />

propone una audaz exploración en torno a la pregunta<br />

sobre qué es ser mujer<br />

Desde la tapa misma del libro [basada en un boceto del gran<br />

artista Jorge Pirozzi] ya sabemos que hay una puta y su<br />

cliente. ¿Cómo llega la adolescente de las primeras páginas, que<br />

rememora su infancia, a elegir la profesión?<br />

Su madre la entrega. Hay una tía vieja a la que desea heredar. Y<br />

la vieja señora tiene un marido tan viejo como ella pero juguetón.<br />

Él se hace cargo de la nena. Lo perverso de esta situación<br />

se reanuda varias veces. La hermosa nena pasa una semana en<br />

poder del viejo que la viste, la baña y la acompaña. La tía finalmente<br />

sospecha, el juego se corta y la nena será culpable de no<br />

haber retenido la herencia. Esta situación extraordinariamente<br />

narrada, es capital para comprender la anonimia de la muchacha<br />

en cuestión.<br />

Mi cliente recorre una experiencia dolorosa. Una vida verosímil,<br />

palpable. Una criatura no nombrada, no amada. Entre madre y<br />

padre, hecha pedazos, terminará su periplo en la cama, estudiando<br />

en la estrechez del espejo, la mejor postura para atraer al<br />

único sujeto que le promete redención: “Mi cliente es escritor”.<br />

“Quizá valga la pena el esfuerzo de recordar”, dice. De alguna<br />

manera, la autora no cierra totalmente la posibilidad de que<br />

su personaje encuentre una salida. Pero si la hallara, sería una<br />

salida estrecha y laberíntica, sin suceso.<br />

Claudia Schvartz<br />

Sofía González Bonorino cuenta una historia asombrosa e<br />

imposible de contar. En realidad, con una elegancia y un tacto<br />

únicos, cambia el eje de la narrativa urbana para establecer las<br />

leyes de un relato invisible, que se aleja de nosotros en cuanto,<br />

en halos de condescendencia, advertimos su condescendiente<br />

visibilidad (narrativa).<br />

Desde Margurite Duras que<br />

no se veía una cosa así. Lo que<br />

tiene de hacendoso esta labor lo<br />

tiene también de delirante, como<br />

cualquier intuición de Penélope.<br />

Si lo que se contara en Mi cliente<br />

fuera distinto, lo sería también<br />

el sistema nervioso de Sofía<br />

González Bonorino, su designio,<br />

su proyecto y su fuga. Pero no es<br />

tampoco el furor contenidista el<br />

que nos instruye a seguir paso a<br />

paso esta ceremonia secreta, que<br />

no recuerda a nada, y que sin<br />

embargo, lejos de la (ceremonia secreta) de Denevi, entraña<br />

una relación de parentesco con una de las escenas magníficas<br />

del cine, la de Belle de Jour en la que Catherine Deneuve<br />

–Severine Sévigny– recibe en la casa de citas al enorme japonés<br />

de sombrero hongo.<br />

En el desacato que González Bonorino impone a su narración<br />

prevalecen los buenos modales. El estilo es una pasión, una<br />

paciencia, demostración cabal del tiempo de mutuas rebeldías,<br />

adopciones y recelos. Julien Green sentenciaba que las<br />

mejores novelas están escritas todas en la misma tonalidad, en<br />

el mismo registro, en la misma tesitura, generalidad un poco<br />

abstrusa, indigna de Green. Uno puede pretender que el estilo<br />

es de un equilibrio tal que no va a dar abasto, pero eso es porque<br />

prevalece en nosotros una superstición clásica. A menudo se<br />

ha creído lo contrario cuando de insuficiencia se trata: que la<br />

superstición es romántica. La modalidad completa del relato en<br />

Mi cliente es moderato cantabile, sin la superposición fastidiosa<br />

de una influencia dominante. No la de Marguerite Duras, que es<br />

la que surge de inmediato por asociación titular. En Argentina,<br />

en posesión de esa templanza, ese aplomo, ese tempo sólo me<br />

acuerdo de Sara Gallardo. Pero la predecesora es incluso<br />

menos tolerante, más imperativa.<br />

No se ha hecho el elogio de un estilo de esta laya en la narrativa<br />

argentina porque a menudo vamos a los saltos, de pormenor sin<br />

pormenor a elogio sin sustancia en elogio pendular, accesorio,<br />

reverente (social).<br />

Mi cliente se establece con el dominio de una retórica de la impermanencia,<br />

que habilita su ligereza, su transitoriedad, gracias<br />

a la falta de sostén, a la falta de textura, y entabla de este modo<br />

su discurso, que nada tiene de monólogo. En este compás al<br />

acecho, sostenido, lo que encontramos es una crudeza adherida<br />

al relato y al acontecer, tan atenta a la inocencia de exponerla<br />

como a la del silencio que la rodea.<br />

No, no es el silencio de la narrativa en particular ni de la<br />

literatura algo que concierna a los que estamos acá, no por lo<br />

menos ahora. Es el silencio angustioso de la novela, al que Sofía<br />

González Bonorino se asomó por puro riesgo, por el gusto que<br />

le provoca una reiteración, una visita, el que rinde la magia que<br />

fue suya al episodio decisivo de la anécdota y de la forma.<br />

Luis Chitarroni<br />

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