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La Historia de la Redención - Elena G. de White

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entregado. Mientras Juan, el discípulo, estaba ansioso y perturbado por los

sagrados restos de su amado Maestro, José de Arimatea volvió con la

autorización del gobernador; y Nicodemo, anticipándose al resultado de la

entrevista de José con Pilato, vino con una costosa mezcla de mirra y áloes

de unos cincuenta kilos de peso. Los más honrados de Jerusalén no hubieran

recibido mayores muestras de respeto en ocasión de su muerte.

Con suavidad y reverencia estos hombres retiraron con sus propias

manos el cuerpo de Jesús del instrumento de tortura, mientras lágrimas de

simpatía rodaban por sus mejillas al contemplar el cuerpo lacerado del Señor,

que bañaron y limpiaron cuidadosamente de toda mancha de sangre. José era

dueño de una tumba, cavada en la roca, que estaba reservando para sí mismo;

estaba cerca del Calvario, y allí preparó sepulcro para Jesús. El cuerpo, junto

con las sustancias aromáticas traídas por Nicodemo, fue envuelto

cuidadosamente en un lienzo de lino, y los tres discípulos llevaron su

preciosa carga a ese sepulcro nuevo, donde nadie había yacido todavía.

Extendieron los magullados miembros y doblaron las contusas manos para

colocarlas sobre el pecho inmóvil. Las mujeres galileas se aproximaron para

verificar que se hubiera hecho todo lo que se podía hacer para el cuerpo sin

vida de su amado Maestro. Vieron entonces cómo se colocaba la pesada

piedra a la entrada del sepulcro, y el Hijo de Dios quedó descansando allí.

Las mujeres se quedaron hasta el final junto a la cruz y junto a la tumba de

Cristo.

Aunque los dirigentes judíos habían llevado a cabo su malvado

propósito de dar muerte al Hijo de Dios, su aprensión no disminuyó ni murió

su envidia. Mezclado con el gozo de la venganza satisfecha, se hallaba

siempre presente el temor de que su cadáver, que yacía en la tumba de José,

surgiera de nuevo a la vida. Por lo tanto "los principales sacerdotes y los

fariseos [comparecieron] ante Pilato, diciendo: Señor, nos acordamos que

aquel engañador dijo, viviendo aún: Después de tres días resucitaré. Manda,

pues, que se asegure el sepulcro hasta el tercer día, no sea que vengan sus

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