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La Historia de la Redención - Elena G. de White

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Capítulo 61

La liberación de los santos

Dios escogió la medianoche para librar a su pueblo. Mientras los

malvados se burlaban de ellos, de pronto apareció el sol en todo su esplendor

y la luna se detuvo. Los impíos observaron con asombro el espectáculo,

mientras los santos consideraban con solemne júbilo las pruebas de su

liberación. Señales y maravillas se produjeron en rápida sucesión. Todo

parecía estar fuera de quicio. Los ríos dejaron de fluir. Aparecieron densas y

oscuras nubes que chocaban las unas con las otras. Pero había un lugar

luminoso de serena gloria, de donde procedía la voz de Dios como el sonido

de muchas aguas que sacudían los cielos y la tierra. Hubo un tremendo

terremoto. Se abrieron los sepulcros, y se levantaron glorificados de sus

polvorientos lechos los que habían muerto en la fe del mensaje del tercer

ángel y que guardaron el sábado, para escuchar el pacto de paz que Dios va a

hacer con los que guardaron su ley.

El cielo se abría y se cerraba y estaba en conmoción. Las montañas se

sacudían como cañas movidas por el viento, y depedían peñascos por todas

partes. El mar hervía como una caldera y arrojaba piedras que caían en la

tierra. Y cuando Dios anunció el día y la hora de la venida de Jesús, y

promulgó el pacto eterno con su pueblo, pronunciaba una frase y hacía una

pausa mientras sus palabras avanzaban retumbando por toda la tierra. El

Israel de Dios estaba de pie con los ojos fijos en el cielo, mientras escuchaba

las palabras que procedían de los labios de Jehová y que avanzaban por toda

la tierra con el estruendo de poderosos truenos. Todo era tremendamente

solemne. Al final de cada frase los santos exclamaban: "¡Gloria! ¡Aleluya!"

Sus semblantes estaban iluminados por el resplandor de Dios, y refulgían

como el rostro de Moisés cuando descendió del Sinaí. Los impíos no los

podían mirar por causa de ese fulgor. Y cuando se pronunció la sempiterna

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