Mujica Lainez, Manuel – El Escarabajo - Lengua, Literatura y ...
Mujica Lainez, Manuel – El Escarabajo - Lengua, Literatura y ...
Mujica Lainez, Manuel – El Escarabajo - Lengua, Literatura y ...
Create successful ePaper yourself
Turn your PDF publications into a flip-book with our unique Google optimized e-Paper software.
Un día entero quedé bajo la capa de cordones digestivos, que se fueron endureciendo<br />
poco a poco, en las horas nocturnas. Y la otra mañana, cuando imaginaba ya que mi<br />
destino sería esfumarme en definitiva, metamorfoseado en un pedrusco cualquiera,<br />
aconteció lo incongruente.<br />
Un escarabajo, sin duda un excéntrico que integrara la pandilla defecante del episodio<br />
que acabo de narrar, volvió al paraje de la fechoría. Con lenta paciencia, utilizando los<br />
zoológicos utensilios que el entomólogo Fabre menciona, y brindando pruebas de la<br />
estética habilidad propia de la especie estercolera (porque éste era un escarabajo de<br />
dicha denominación y no un gimnopleuro, un minotauro, un geotrupo, un ontófago, un<br />
onítides, etc.), se consagró primorosamente a despojarme de la injuriosa sustancia que<br />
me revestía, y a asearme y expurgarme, hasta que torné a brillar al sol y a recuperar mi<br />
jerarquía de preferida joya de la reina de Egipto. ¡Qué extraños son, en verdad, los<br />
escarabajos!, y ¡qué originales artistas! <strong>El</strong> mío, tras que me hubo descostrado y<br />
acicalado, se aplicó a empujarme con sus diestras patitas hasta la semioscuridad de su<br />
morada subterránea.<br />
En ella conviví con el escarabajo y su señora. En ella vi formarse el objeto en forma de<br />
pera que contenía la larva del descendiente de tan organizada familia. En ella me supe<br />
adorado y deduje que me consideraban divino y que juzgaban una merced fantástica<br />
albergarme, pues cada vez que el macho regresaba a la cavidad vagamente iluminada,<br />
impulsando una bola alimenticia y maloliente, antes de proceder a su deglución, se<br />
prosternaba con su compañera frente a mí, que permanecía fijo contra la pared más<br />
lejana de la diminuta guarida, y ambos agitaban las extremidades dientudas, como si<br />
repitieran una plegaria. No negaré que me sentía halagado, en medio de mi desconcierto.<br />
De esa suerte se sucedieron las semanas, hasta que un día ninguno de los escarabajos<br />
volvió al hogar. Ignoro las causas de su posible infortunio. Lo más probable es que<br />
perecieran bajo el casco de una de las bestias encargadas de su sustento. Lo que<br />
recuerdo es que elevé mis preces en su favor, a la magnanimidad de Khepri, y que, como<br />
en la tumba de Nefertari, visitada por los dioses, y en la roca del Valle de las Reinas,<br />
donde veía nacer y morir los siglos y experimentaba la modorra mortal que el bochorno<br />
del desierto origina, o asistía a la lucha de las arenosas tempestades, me concentré en<br />
esperar, esperar, esperar que aconteciera algo, algo que reemplazaría mis últimas<br />
imágenes, las de Simaetha, Myrrhina, Aristófanes, su musa y sus amigos, no bien<br />
irrumpiera la plena luz. Estaba habituado a aguardar. Y esa vez aguardé, solo con la<br />
inseparable Serpiente muda, como Poseidón con el Jinete callado en el fondo del mar,<br />
trescientos setenta y cuatro años, contados con exactitud. Trescientos setenta y cuatro<br />
años, durante los cuales oí pasar, sobre mi cueva, carros y caballerías, ganados y<br />
séquitos; oí discutir a filósofos y perseguirse a pilletes; oí anunciar guerras y pronosticar<br />
paces; oí el canto monótono de la lluvia, que me inundó en muchas oportunidades, hasta<br />
ser absorbida por la avidez de la tierra, y noté que de nuevo se filtraba hasta mí la<br />
tibieza solar. En varias ocasiones, a punto estuvo de derrumbarse mi techo, lo que quizá<br />
me hubiese convenido, pero continuó intacto. Trescientos setenta y cuatro años, uno por<br />
uno. Otros escarabajos aparecieron por allí y desaparecieron, espantados, como si yo<br />
fuese un espectro azul. Supe que Grecia perdía su libertad famosa, a manos de pueblos<br />
enemigos, y escuché más y más el nombre de una ciudad desconocida, Roma, Roma,<br />
Roma, y un idioma majestuoso, el latín, que fui aprendiendo en mi alerta soledad. Hasta<br />
que una tarde retumbaron en la calle fuertes golpes, más vibrantes aún que los que<br />
estremecieron la tumba de la Gran Osoriaca, la Gran Esposa Real, cuando la invadieron<br />
los ladrones. Y era que Julio César, Caius Iulius Caesar, luego de haber conquistado Italia<br />
y de haber destrozado a Pompeyo, atravesaba Atenas, vencedor de Farnaces, hijo de<br />
Mitrídates, y era que sus legionarios desfilaban cantando y gritando, encima de mí.<br />
52 <strong>Manuel</strong> <strong>Mujica</strong> Láinez<br />
<strong>El</strong> escarabajo