Mujica Lainez, Manuel – El Escarabajo - Lengua, Literatura y ...
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él Urganda la Desconocida, en el lomo de un bridón que un enano llevaba de las riendas.<br />
Había, entre tantos personajes curiosos, un duende, llamado Dindi, a quien la blonda<br />
Mazaé profesaba un cariño especial, y se explica, porque a pocos conocí en mi vida tan<br />
cómicos y entretenidos. Era muy alto, magro y zancudo, verde de punta a punta, verde<br />
la piel, verdes las pupilas, verde el jubón de cosidas hojas frescas, verdes las calzas, la<br />
caperuza y los pantuflos punzantes. Cuando reía, dilatábase su boca, enseñando unos<br />
dientes infantiles, se arrugaba su nariz, larga también y respingada, y hacía reír con sólo<br />
mirarlo. Pienso que Dindi se enamoró de mí, del <strong>Escarabajo</strong> de lapislázuli, a primera<br />
vista, porque no había ocasión en que Mazaé apareciese, conmigo colocado entre las<br />
piedras de su diadema, por el espacioso corral donde trabajaba el larguirucho, sin que el<br />
duende se pusiese a repetir cuánto me admiraba, cuánto, cuánto daría por tenerme, a lo<br />
que el hada respondía con su risa de tiple, hasta que, sin decir agua va, una tarde en que<br />
la pareja conversaba frente a los enormes establos, Mazaé me extrajo de su tocado<br />
primoroso y me regaló, con lo cual, a partir de ese momento, mi amo fue el duende<br />
verde. Dobló éste sus flacas rodillas, para manifestar su gratitud, pero antes de que<br />
lograse recuperar el habla y expresarla, echó a correr, llevándome apretado en su<br />
diestra, y a Mazaé revoloteándole encima, pues de la zona del puerto subía un grandioso<br />
clamor.<br />
Era que por el mar se acercaba Carlomagno, de pie en la proa de un esquife, tremolante<br />
la florida barba de nieve, circuido por una multitud de pequeñas hadas que soplaban<br />
sobre las velas, para empujarlo. Vestía el Emperador, en la muerte como en la vida, con<br />
extremada sencillez, una túnica de lana gris, ceñida por un cinturón de seda, y una capa<br />
de paño ceniciento, lo que se oponía a la majestad de su corona y de su espada, entre<br />
cuyas reliquias sabíase que encerraba el hierro de la lanza de la Pasión. Felizmente trajo<br />
con él dichas insignias y atributos, a los que debió añadir el globo dorado, porque en la<br />
isla se fijaban mucho en las modas, en las joyas y en el atuendo, constante motivo de<br />
comparaciones y discusiones, y en eso consistía, en segundo término, luego del amor, el<br />
principal quehacer de los residentes. Tanto es así que Roldan, Olivier, Gérin, Béranger,<br />
Otón y hasta el Arzobispo Turpin, que en su anterior etapa sobresalieron por la sobriedad<br />
del atavío, aquí se habían incorporado a la mundana corriente, y recibieron a su señor<br />
arrebujados en mantos de seda de Alejandría, forrados con pieles de marta, los cuales, al<br />
entreabrirse, encendíanse con el fuego de las corazas tachonadas de rubíes y topacios,<br />
como los coseletes de los bellos Dormidos de Éfeso. Cuadráronse los Doce, con rigurosa<br />
disciplina militar, entrechocando las damasquinadas espuelas, y no se me escapó la<br />
inhabitual sonrisa socarrona con que el Emperador avanzó entre ellos hacia el palacio de<br />
Morgana, quien se aproximaba a darle la bienvenida, y a intercambiar con el monarca un<br />
beso en cada cachete.<br />
Hubo, en honor de Carlomagno, suntuosas fiestas, Roldan lidió con Amadís, y el<br />
Arzobispo, hombre de pelo en pecho y malas pulgas, con Lisuarte de Grecia. Se<br />
rompieron varias lanzas; se agujerearon varios escudos; se abollaron viseras y<br />
gorgueras; se desplumaron penachos; y, fieles a la costumbre, se desmayaron en las<br />
tribunas varias damas y caballeros, que el séquito alado de Morgana atendió con<br />
enfermera solicitud. Una semana después, los homenajes cambiaron de objetivo, y el<br />
glorioso Emperador quedó un poco relegado, pese a que los Doce Pares metían bastante<br />
bulla, cada vez que cabalgaban a través de la isla detrás de su soberano. Roldan<br />
obteniendo cascados sones del desgolletado Olifante que nunca curó del estropicio.<br />
Verdad es que los jóvenes no consiguieron que Carlomagno los escuchara y vistiera más<br />
adecuadamente a su jerarquía, y que el ungido había trocado la corona por un chapeo<br />
flexible, y hacía oídos sordos si le recordaban que en su tiempo de guerra jamás<br />
bastaban las gemas de precio para ornar su yelmo y los de su escolta.<br />
No fueron, sin embargo, esas artificiosas razones las que apartaron la atención de<br />
Carolus Magnus, si bien habrán contribuido a disminuir el interés que al principio<br />
despertó el Augusto entre la colectividad más superficial y sofisticada. Lo que pasó fue<br />
que llegaron el Rey Arthur y los de la Tabla Redonda, y se enloqueció la gente, cayendo<br />
bajo el hechizo de su dandismo y distinción. Eran unos ingleses sensacionales. Asistí a su<br />
<strong>Manuel</strong> <strong>Mujica</strong> Láinez 113<br />
<strong>El</strong> escarabajo