Mujica Lainez, Manuel – El Escarabajo - Lengua, Literatura y ...
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ugía en los seis mil quinientos tubos del órgano, oficiaba el Cardenal de París, rodeado<br />
de acólitos genuflexos y de portadores de cirios e incensarios, quienes se pasaban la<br />
mitra, el báculo y los libros, haciéndose reverencias, mientras el coro restallante<br />
respondía a los frágiles latines del príncipe de la Iglesia, que abría los brazos áureos para<br />
hablar con Dios. Y me deleitaba ir de fila en fila, de la mano de Madame Mortier,<br />
estirando el mango del cual pendía la bolsa recaudadora de terciopelo rojo, y calculando<br />
anticipadamente, por el aspecto del donante, el monto de la ofrenda.<br />
Un domingo por la mañana, en la misa de las doce, cuando Madame Mortier solicitaba las<br />
contribuciones, advertí que un caballero de edad, grueso y reposado, me miraba<br />
fijamente al depositar el donativo. <strong>El</strong> mismo caballero, en seguida de los últimos rezos,<br />
se presentó en la sacristía, en momentos en que mi señora y una de sus compañeras<br />
vaciaban el contenido de sus bolsos, y encarándose con Madame, pero dando muestras<br />
de suma cortesía, le requirió una entrevista privada. Accedió, sorprendida, afectada,<br />
Madame Mortier, y creció su sorpresa cuando le preguntó el individuo aquel si no temía a<br />
la mala suerte que podía acarrearle el escarabajo de su anillo.<br />
¡Dale con la eterna estupidez! ¡Ya estaba ahí, de vuelta, la absurda acusación! ¿De dónde<br />
diablos habían inventado esa superstición loca? ¡Ah Khepri! ¡Ah San Luis de Francia! En<br />
segundos le perdí al hombre el respeto que su porte y su actitud me habían inspirado, y<br />
él, simultáneamente, desdeñoso del disgusto que sus palabras pudieran causarme,<br />
continuaba con su prédica corrosiva, fraguando nombres de faraones asesinados a causa<br />
de sus escarabajos, e ideando la leyenda de un colega mío, de esmeralda (otro<br />
disparate), que en mitad de la noche se les aparecía a los sacerdotes en el templo de<br />
Karnak.<br />
Con los ojos dilatados, sin pestañear, lo escuchó Madame Mortier; un ligero sudor le<br />
humedeció el bozo y, para ocultarme, me hizo girar en el dedo y cerró el puño, tan<br />
desgraciadamente que se clavó en la palma mi sol de ágata púrpura. Lanzó un grito,<br />
abrió la mano y contempló con horror su palma sangrienta.<br />
—Ahí tiene la prueba, Madame —le dijo con serena voz el maldito—. ¡Cuidado! Quíteselo<br />
de encima lo antes posible. Lo que está viendo ahora es sólo un anuncio de lo que luego<br />
vendrá.<br />
Y Madame Mortier veía, azorada, extenderse la mancha roja.<br />
—Se me ocurre lo más conveniente para solucionar el problema —prosiguió, impasible,<br />
seguro, su interlocutor—. Domino bien estos asuntos. Soy egiptólogo y conozco los<br />
exorcismos que es necesario pronunciar para eliminación de los demonios, pero la tarea<br />
exige tiempo, paciencia y precauciones. Al cabo de ellos, el escarabajo será impotente.<br />
La regla impone que el objeto abominable pertenezca a quien realice el conjuro.<br />
Véndamelo y yo me encargaré de él. De lo contrario...<br />
Vaciló la aturdida señora. La sangre manaba aún, y en torno la sacristía de Notre-Dame<br />
imponía con sus nobles muebles y espléndidas pinturas, como imponía el desconocido<br />
con la gravedad untuosa de su tono y sus maneras, con sus gafas de espesos cristales y<br />
su corto flequillo gris que, en aquel medio eclesiástico, le conferían un aire sacerdotal de<br />
jerarquía eminente. Entraron, por el fondo del aposento majestuoso, el Cardenal Amette<br />
y su séquito, dos de cuyos integrantes lo despojaron de la mitra y de la pesada capa<br />
pluvial. <strong>El</strong> aroma del incienso santificó la habitación. Todo se confabuló para suscitar la<br />
atmósfera oportuna, hermética y sagrada, que unida al aterrador prestigio de los<br />
vocablos «exorcismo» y «conjuro», aturdiría a la devota de Nuestra Señora y de Luis<br />
XIV, y sometería su turbada voluntad. Sacó el hombre la billetera, y comprendí que<br />
nuevamente se jugaba mi destino. Partí de la Catedral, con mi incógnito y llamante<br />
dueño, el egiptólogo.<br />
No, no era un egiptólogo; era un importante anticuario, como comprobé en cuanto<br />
llegamos a su negocio de la rue Bonaparte, en el cual se exhibían, colocadas hábilmente<br />
en vitrinas o en aisladas bases, elegidas piezas de claro refinamiento. Mi estada en su<br />
medio fue fugaz, pero conservo en la memoria un tapiz con símbolos del Apocalipsis, a<br />
cuyos lados un par de ángeles de piedra miraban gravemente al interlocutor, puestos los<br />
índices respectivos en los labios. <strong>El</strong> «marchant» habló por teléfono, y concertó una cita<br />
<strong>Manuel</strong> <strong>Mujica</strong> Láinez 247<br />
<strong>El</strong> escarabajo