Mujica Lainez, Manuel – El Escarabajo - Lengua, Literatura y ...
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tono afectado pero profesional, golpeó las manos y exclamó.<br />
—Que la danza continúe; que no falte el vino. E! Príncipe Orsini y yo debemos considerar<br />
asuntos fundamentales.<br />
Dicho lo cual asió la diestra del timorato contrahecho, y con él se fue, como si al Olimpo<br />
lo raptase, encuadrada por los brincos y quejidos del diminuto y celoso maltes. Entonces<br />
Febo y Vincenzo, ajustándose a lo que habían combinado, imitaron su ejemplo<br />
rápidamente. Se metieron por la puerta trasera en la cámara del armario de los filtros<br />
malditos, y se ocultaron tras su monumental estructura.<br />
Aparte de ese mueble extravagante, distinguía a la habitación la ronda de empinados<br />
espejos que, a trechos, emergiendo de cortinajes, contorneaban un diván central,<br />
adivinado bajo la acumulación de fastuosos almohadones. Como los muchachos se<br />
introdujeron allí antes que la pareja a la cual se destinaba el aposento, asistimos desde<br />
nuestro escondite al arribo de una multitud de rameras lilas y de gibosos cerezas,<br />
merced a la multiplicación espejeante que recogía y proyectaba las imágenes, suscitando<br />
una mágica ambigüedad, y comprobamos que ese reiterar de su figura aumentaba por<br />
lógica el desasosiego del cuitado. Pantasilea, entretanto, ausente de la tribulación de su<br />
amador inmediato, que miraba en torno con azoro, hablaba, hablaba, hablaba, pero sus<br />
frases no alcanzaban hasta nosotros, y apenas percibíamos un bronco runrún, cortado<br />
aquí y allá por el filo de su risa, mientras que ella se desvestía, lo cual le resultaba<br />
facilísimo, dada la escasez de su atuendo. Quedó totalmente desnuda, y la estancia se<br />
pobló de blancas, de celestes mujeres estatuarias, cuya invasión intensificó la inquietud<br />
de los jorobaditos que, de pie, cada mano crispada en su propio hombro opuesto,<br />
contemplaban con los ojos fuera de las órbitas, húmedos de transpiración, a las<br />
Pantasileas tumbadas en los divanes, que hablaban, hablaban, hablaban... (¿hablarían<br />
aún de literatura? ¿sentirán las prostitutas el fervor de la literatura? me acuerdo de<br />
Simaetha, la de Naucratis, y de Aristófanes...), y les tendían a los pobrecitos gibosos sus<br />
pechos redondos y suaves, sus combos vientres, sus sexos triangulares y cuidados,<br />
llameantes como las cabelleras que ardían; sus piernas, sus brazos, ofrecidos en una<br />
palpitante rueda tentacular. Aseguro que Pantasilea valía su precio por elevado que éste<br />
fuese. Por su culpa, traicioné imaginariamente a Nefertari, la divina: que me lo perdonen<br />
los dioses. Si yo reaccioné como refiero, es sencillo predecir las sensaciones que<br />
experimentarían Vincenzo y Febo, frente a ese festín imponderable.<br />
Pier Francesco se aproximó, titubeando, cojeando; chisporroteaban los zafiros del collar,<br />
alrededor de su cuello, y los espejos recibieron sus fuegos azules y los centuplicaron,<br />
iluminando la habitación con claridades quiméricas. Se sentó en el borde del diván, mas<br />
la cortesana lo atrajo con ímpetu sobre su cuerpo, y no obstante que se oponía, empezó<br />
a desceñirle la cintura. Vincenzo y Febo no pudieron resistirlo. Jadeaba el despunte de<br />
sus quince años y, obedeciendo al instinto, en la penumbra se abrazaron<br />
apasionadamente. Sólo entonces, al recorrer con manos ávidas esa carne tan nueva<br />
como la suya, Vincenzo descubrió de repente que la niña Febo no era tal; que sin previo<br />
aviso, la Luna era un travestido Sol. Sofocó una exclamación de ruboroso asombro, al<br />
tiempo que Febo dibujaba en sus labios la enigmática sonrisa que yo conocía harto bien.<br />
Se soltaron y, trémulos, volvieron a espiar el cuadro que diez Pantasileas y diez Orsinis<br />
componían, mixturando desnudeces y terciopelos; pero por mucho que se habían<br />
separado, los muchachos conservaron las manos unidas, y yo, el <strong>Escarabajo</strong> y sus<br />
Dragones, enjaulado en ellas, capté el manar de una corriente quemante a través de sus<br />
dedos. La meretriz había conseguido desatar las calzas del hijo del Duque, cuya<br />
impotencia sollozaba sobre su boca. ¡Ay, él nada podía; de nada valían los manjares que<br />
sobre aquellos cojines desparramados se le prodigaban, y los dos adolescentes se<br />
agitaban como potrillos, atrás del terrorífico armario, en el extremo de la enorme<br />
habitación! Pero ya habían visto demasiado. Ahora fue Febo quien buscó a Vincenzo, y<br />
quien a él se apretó, y a poco estaban besándose y abrazándose y, revolcados en el piso,<br />
arrancadas a tirones las ropas, amándose con furor. Escasamente pudieron gozar del<br />
hallazgo de sí mismos, porque en pleno enajenamiento oyeron la voz de Pantasilea, que<br />
se acercaba. Saltaron con simultánea brusquedad, juntaron las prendas confundidas, y<br />
<strong>Manuel</strong> <strong>Mujica</strong> Láinez 143<br />
<strong>El</strong> escarabajo