Mujica Lainez, Manuel – El Escarabajo - Lengua, Literatura y ...
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orgullo y quién sabe de qué más, que hasta esa ocasión, según los comentarios, lo había<br />
distanciado de todo contacto sexual, problema que irritaba a la vanidad linajuda del<br />
Cardenal viejo y que preocupaba asimismo al generoso y mujeriego Hipólito, unido por<br />
un comprensivo afecto al desventurado.<br />
Desde que se entendieron la cortesana y los señoriles solicitantes, los jóvenes de la casa<br />
de Santa Croce se consagraron a disponerla, llenándola de flores, saturándola de<br />
perfumes; sacando de un cofre varias piezas importantes de alabastro y pórfido, que sólo<br />
en las oportunidades exclusivas salían de su clausura; y avisando a Panciatichi, Antinori,<br />
Buondelmonti, Altoviti y los demás que no serían recibidos en esa fecha, pues se deseaba<br />
rodear al acontecimiento de la máxima seriedad y compostura, a fin de no perturbar al<br />
inexperto. Llegó el día elegido, y con él los huéspedes: el giboso Pier Francesco Orsini<br />
subió balanceándose las escaleras, escoltado nada menos que por el rutilante Hipólito,<br />
por un muchacho pintor que luego alcanzó nombradla, Giorgio Vasari, y por dos pajes.<br />
Nosotros nos enteramos de esos pormenores en la cámara de Pantasilea, cuyos caprichos<br />
necesitaban ayuda prolija, mientras organizaba su entrada espectacular pero de continuo<br />
irrumpía allí una de las dos brujas, portadora de novedades. Por ellas supimos,<br />
sucesivamente, que el Orsini no era feo sino bien parecido, y que si no fuera por la<br />
corcova y por la pierna arrastrada, por la lividez, las ojeras y el hosco mutismo,<br />
contentaría a más de una, que vestía de terciopelo cereza, y que rodeaba su cuello un<br />
admirable collar de zafiros; que Hipólito estaba de avellana y azul, con diamantes en el<br />
birrete; que un paje traía las ropas de plata y de gules, colores de la casa de Orsini; y<br />
que el otro era negro, sin duda africano, y vestía de blanco y oro. En ese instante oímos<br />
el laúd y una voz cantora.<br />
—Es Hipólito —dijo la meretriz.<br />
Nos refirió luego una de las jorguinas encapuchadas que Hipólito y Vasari habían<br />
danzado, una pavana, con dos de las mujeres convocadas por Pantasilea para acogerlos,<br />
y esa vez tañó el laúd el paje heráldico. <strong>El</strong>eváronse, sobre el rumor de las risas y las<br />
notas del instrumento, los gritos roncos de los pavos reales.<br />
—Vamos —ordenó Pantasilea.<br />
Acunó en sus brazos al perrito maltes y avanzó, centelleando. Llevaba una túnica<br />
transparente, vaporosa, volandera, de un matiz lila desvaído, bordada con rubíes.<br />
Irisábanse las perlas, enroscadas en laureles, alrededor de su cabellera roja, que parecía<br />
incendiada. Nunca la vi tan mórbida, tan peregrina, tan codiciable. Tenues venas celestes<br />
exaltaban la palidez irreal de su piel, y sus ojos verdes eran como grandes piedras<br />
preciosas. Cuatro servidores la precedían, enarbolando antorchas, abriendo puertas y<br />
recogiendo tapices; detrás iban Vincenzo y Febo, el paje y la doncella, Vincenzo con una<br />
jicara de plata, y Febo con una bandeja en la que se entrechocaban levemente las copas<br />
del mismo metal. Entramos, como si descendiéramos del Olimpo, y el bullicio cesó. Se<br />
adelantó Hipólito, ceremonioso, gentil; ofrecía un lirio entre el pulgar y el índice de la<br />
mano derecha, y lo entregó a la cortesana, quien besó su boca. Después, el Médicis hizo<br />
las presentaciones. <strong>El</strong> hijo del Duque se inclinó torpemente, y advertí que era bello, que<br />
estaba aterrado, que traía una perla en la oreja, que temblaba, y que la joroba pesaba<br />
en su espalda como si fuese de plomo; y advertí, en el segundo plano, la erguida silueta<br />
viril de Rey Baltasar de su esclavo negro, ceñido por la malla nívea salpicada de oro. En<br />
seguida, mi amo y su amigo escanciaron el brebaje, acaso afrodisíaco, a Orsini, a<br />
Hipólito, al pintor Vasari, a las protegidas de Pantasilea que remedaban la mesura de los<br />
ademanes aristocráticos; y la artificiosa dueña de casa, imitadora a su vez de las<br />
célebres meretrices romanas que se jactaban de su cultura, citó a escritores, a artistas, a<br />
Ariosto, a Leonardo da Vinci, diseñador del arcano poliedro de cristal que colgaba sobre<br />
la escena, y que rotaba lentamente, a modo de un astro desconocido. Así representaron<br />
sus mundanos papeles, como si aquél hubiera sido un salón literario, y la principal actriz,<br />
en lugar de una prostituta de salado precio, una Julia Gonzaga o una Vittoria Colonna,<br />
hasta que una de las brujas se acercó a Pantasilea y le susurró al oído. ¡Qué horribles<br />
eran esos fantasmones! Vincenzo Perini sostenía que, como las Gorgonas, poseían un<br />
solo ojo y un solo diente, y que se los pasaban, en el secreto de sus capuces tenebrosos.<br />
Las palabras musitadas por la celestina cerraron la teatralización, y la hetaira adoptó un<br />
142 <strong>Manuel</strong> <strong>Mujica</strong> Láinez<br />
<strong>El</strong> escarabajo