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Mujica Lainez, Manuel – El Escarabajo - Lengua, Literatura y ...

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aun sin buscarlo al comienzo. Dichas fuerzas se encarnaron, en el caso que voy<br />

exponiendo, en Moreta, la hija menor de Marco Polo.<br />

Hacía tiempo que las jóvenes, más o menos bien casadas, se habían eliminado de la<br />

escena hacia otras ciudades, llevándose de la herencia paterna lo que les correspondía. A<br />

una, a Moreta, que tuvo por esposo a un bellaco de Bolonia (por lo que contó), le había<br />

ido mal y, estafada, defraudada, optó por recurrir al techo de sus mayores, puesto que<br />

no disponía de otro. Andrea no tuvo más remedio que aceptarlo: hizo un amago de<br />

rechazo, pero la sobrina lo intimidó con armar un escándalo, ya que tanto derecho tenía<br />

ella como su tío a la propiedad en común de la Cá Polo, y el apocado Andrea a nada le<br />

temía tanto como a cualquier manifestación que perturbase su paz. Cedió y fue amable,<br />

mas la paz se había perdido.<br />

Al principio no se advirtió, porque Moreta aplicó su habilidad a tornarse invisible. Desde<br />

temprano desaparecía y, silenciosa como los chinos, se ignoraba cuándo tornaba al<br />

palacio, para esfumarse, como una laucha, hacia su rincón. Era diminuta y trigueña, de<br />

rasgos agudos a semejanza de su padre y su tío, y lo único que en ella se destacaba eran<br />

los negrísimos ojos, cuya redonda fijeza ratonil, cuando miraba, trasuntaba una voluntad<br />

imprevisible en su supuesta fragilidad. Los soñadores, perturbados en el primer<br />

momento, como si una repentina piedra hubiese caído en la placidez del estanque donde<br />

yacían, transcurrido un mes se convencieron, agotados los comentarios, de que no los<br />

afligía riesgo alguno. La pobre niña existía apenas; no se la veía, no se la oía, no<br />

incomodaba; hubiera sido injusto pretender arrojarla de la casa ancestral a los azares de<br />

una vida cruel, para la cual carecía de defensas. ¡Qué equivocado estaba yo, que no<br />

obstante mi mundana pericia participé, de su caritativa opinión!<br />

Un día nos enteramos de que con ella, al atardecer, había venido un hombre al palacio.<br />

Lung nos lo reveló. Postergaron los ancianos, acumulando las discusiones, la reacción<br />

lógica y, por lo que se infirió, el hombre permaneció allí la noche entera. Una semana<br />

después, Lung nos comunicó, más con ademanes de repudio que con frases, que Moreta<br />

había repetido el episodio, y que el hombre no era el mismo. Ninguna determinación<br />

adoptaron tampoco entonces, los que alrededor del fuego se limitaban a condolerse e<br />

indignarse. La preciosa armonía que beneficiara a la Cá Polo se iba carcomiendo,<br />

reemplazada por una zozobra, que no se notaba aún sino como un vago anuncio de<br />

borrasca. <strong>El</strong> terceto se empecinó en el afán de combatir la inquietud, aferrándose a sus<br />

mitos, pero pronto constó que no se requerían las pesquisas del esclavo asiático para<br />

poseer la certidumbre de que los genios del Mal, los eternos demonios que rondaran la<br />

cueva de mis Siete Durmientes de Éfeso, se había entronizado en medio de nuestras<br />

paredes venecianas. Estimulada por ellos, Moreta renunció al disimulo. No fue ya un<br />

hombre, fueron varios, los que acudieron a la calle, a la «contrada» de San Giovanni<br />

Grisostomo, y trajeron más mujeres y música, de manera que los aposentos resonaron<br />

hasta el alba con sus cantos y gritos de ebrios licenciosos. Acorralados en la altura, los<br />

viejos concluyeron que la única solución factible les imponía asumir la postergada<br />

responsabilidad. Vaciló Andrea en afrontarla, mas la ofendida Morosini y el colérico Di<br />

Férula lo urgieron para que actuase, así que, por intermedio de Lung, Andrea reclamó la<br />

presencia de su sobrina en la sala de la Tabla de Oro.<br />

Si hubiese gozado del don de prever lo que provocaba con eso, posiblemente el<br />

desarrollo ulterior de los acontecimientos hubiera sido distinto y preferible, pero la<br />

situación había tocado un fondo que exigía disposiciones drásticas. Minutos después de<br />

que se plantó ante la trinidad justiciera, atestiguamos el fenómeno de que la acusada se<br />

metamorfosease en acusadora, y confieso que me asombraron la capacidad de<br />

resistencia que encerraba un cuerpo tan pequeño, de aspecto tan endeble como el de<br />

Moreta, y la violenta rebeldía que chispeaba en sus ojos ávidos y astutos de roedor. Se<br />

diría que apresuraba su discurso para morder a los improvisados inquisidores. Y ¡qué<br />

discurso pronunció, si discurso cabe llamar a aquello! <strong>El</strong> más blando calificativo que<br />

endilgó a Andrea y sus acompañantes, fue el de falsarios. Los tachó de ladrones,<br />

hipócritas, dementes y de múltiples linduras que prefiero olvidar. En el aluvión de<br />

insultos inspirados por el despecho, de sinrazones surgidas de la rabia de que se<br />

intentase reconvenirla y privarla de su placer, vibraron las terribles verdades, y Andrea<br />

132 <strong>Manuel</strong> <strong>Mujica</strong> Láinez<br />

<strong>El</strong> escarabajo

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