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Mujica Lainez, Manuel – El Escarabajo - Lengua, Literatura y ...

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cuyo tremendo clangor vencería los montes, las florestas y las planicies y llegaría a oídos<br />

de Carlomagno, y dos veces, incomprensible, culpablemente, el orgullo de Roldan se<br />

negó a hacerlo. Estaba loco por triunfar, por derrotar a esos engendros de Judas, por<br />

arrojar sus despojos a los pies de la granítica Berta, sin más socorro que el que brinda la<br />

pujante juventud. ¿Alertar a los viejos? ¿Implorar la ayuda de los caducos que soñaban<br />

con sus camas calientes? ¡No él; no él! ¡Él estaba ahí para pelear y cantar! Y confieso<br />

que su euforia trágica fluyó hacia mí, a lo largo del marfil del cuerno, y recibí su descarga<br />

con la Serpiente, en la guarnición de las piedras preciosas, tanto que cuando miré hacia<br />

los diezmados escuadrones que pugnaban por reordenarse, sujetando los corceles<br />

encabritados, tascadores de frenos, al moverse y erizarse las lanzas verticales, tuve la<br />

fantástica sensación de que una multitud de falos erguidos brotaba en las penumbras de<br />

la noche. Pero esa fruición, ese demente placer entre sexual y guerrero, duró poco. Nos<br />

ahogaban con su número. La espada Durandal hizo portentos, mas se hubiera requerido<br />

la del arcángel San Miguel, o si no la del ángel de armadura de oro y música de Delibes<br />

que salvó a los Siete Durmientes, para desbaratar a los demonios de Roncesvalles. Uno a<br />

uno, los doce Pares fueron cayendo; Gérin, Gérier, Béranger, Otón, Sansón, Ivon, Ivoire,<br />

Girart, Ansels y el Arzobispo Turpín, el único que sobrepasaba largamente sus años.<br />

Nunca, nunca olvidaré sus nombres. Por fin Roldan se decidió a abatir su orgullo y<br />

empuñar el Olifante: era tardísimo, sólo sobrevivían Olivier y él, de los veinte mil<br />

mancebos. En tres ocasiones lanzó su llamada, su monstruoso bramido, a las distancias<br />

infinitas, y a la tercera el esfuerzo hizo saltar las venas de su cuello. También cayó<br />

Olivier, atacado alevosamente por el tambaleante Siglorel, un mago oriental de quien<br />

susurraban que había viajado al Infierno, merced al favoritismo del propio Júpiter, pero<br />

antes, atolondrado, cegado, para defenderse, Olivier asestó un golpe terrible a Roldan,<br />

hermano de su alma, el cual soltó y extravió a Durandal. La pérdida de sangre por las<br />

venas rotas, y la violencia del golpe, aturdieron y encandilaron a su vez a mi amo<br />

descaecido. Acertó, empero, a alzar el cuerno y a partir con él la cabeza de Siglorel, el<br />

hechicero, al tiempo que el Olifante se rajaba y rebotaba, y la Serpiente, yo, los rubíes,<br />

los topacios, los zafiros y las perlas que nos enmarcaban, saltábamos y nos<br />

desparramábamos en rocío deslumbrante sobre los muertos descuartizados y sobre las<br />

incontables joyas, desencajadas de los yelmos, de los collares y de las empuñaduras,<br />

horrendo y lujoso fruto de la traición que, esparcido alrededor, no dejaba espacio libre en<br />

aquel reducto fatal de los Pirineos. Había muerto Roldan, el puro, el imprudente, el de la<br />

bella ambición alocada, víctima de la errónea vanidad, la cual, por uno de esos juegos del<br />

Destino, le confería la gloria que aporta la buena literatura. Entonces se oyó, en<br />

lontananza, en el extremo del mundo, el desesperado ulular de las sesenta mil trompas<br />

del ejército de Carlomagno, quien regresaba, suelta la brida y con la angustia y la rabia<br />

mordiéndole el corazón.<br />

Se encontró, al cabo de horas, con un desastre. Era imposible dar un paso sin pisotear<br />

los cadáveres queridos; y tanto el Emperador como la mayoría de sus campeones, al<br />

afrontar el repentino espectáculo truculento de los vástagos yacentes (a muchos de los<br />

cuales conocían apenas), desfallecieron, como narra la «Canción», y cayeron de las<br />

cabalgaduras, desmayados, porque la verdad es que esos nobles palurdos, endurecidos<br />

en la rusticidad agresiva de los campamentos, eran vehementemente sensibles, y se<br />

desvanecían con suma facilidad. En cuanto a Carlomagno, que comenzó por tironearse y<br />

despoblarse la florida barba, hubiese dilatado el síncope general, de no impedírselo el<br />

longevo Duque Naimes, el más sensato de la expedición, quien lo sacudió y le señaló la<br />

polvareda levantada por los caínes infieles que huían. Eso electrizó al jefe. Manifestóse su<br />

reacción por medio de los puntapiés con que emprendió, y de las multiplicadas órdenes<br />

que bufó a los del soponcio, obteniendo un resultado inmediato: tornaron a sonar las<br />

trompas, tornaron a montar, juraron todos venganza, prometieron volver en seguida a<br />

comprobar la identidad de las víctimas de la carnicería, a distribuirlas y a brindarles las<br />

exequias solemnes que ganara su conducta de mártires bélicos, y arrancaron,<br />

desbocados, en persecución del enemigo. Era tan copioso lo que lloraban, de Carlomagno<br />

abajo, que sus lágrimas marcaron la ruta que recorrieran a la zaga de los sarracenos,<br />

como si a ese camino ondulante lo hubiese empapado un reguero de lluvia, mientras,<br />

110 <strong>Manuel</strong> <strong>Mujica</strong> Láinez<br />

<strong>El</strong> escarabajo

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