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Mujica Lainez, Manuel – El Escarabajo - Lengua, Literatura y ...

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Hall. Se consagró a su actividad con el serio empeño que lo caracterizaba.<br />

Cotidianamente, muy temprano se esfumaba, a revisar librerías, catálogos y ficheros, y a<br />

conversar con bibliófilos y editores. Solíamos verlo al atardecer, cuando reaparecía con<br />

un par de paquetes, y se sentaba a una de las mesas del hostal, a beber media botella<br />

de ese Lacrima Christi que en la memoria no puedo separar ni de Johann Wolfgang<br />

Goethe ni de los verdugos sátiros de Pompeya. La Signora Cassandra se sentaba a su<br />

lado, y le escuchaba el relato de los episodios del día, fruncidas las cejas pobladas,<br />

apretada la boca y meneando la cabeza afirmativamente, sin que yo acertase a<br />

conjeturar qué podía discernir de las listas, a menudo en latín y en griego, que Mr. Low le<br />

citaba gozoso, de aquel acopiar de volúmenes, opúsculos, álbunes y códices, de aquel<br />

detallar de folios, portadas e ilustraciones, o de aquel exhibir, sacados de los paquetes<br />

como si fuesen las joyas de la corona de Francia, ciertos incunables raros, ciertos únicos<br />

elzevirios, que a ella le debían parecer francamente repugnantes. Pero la Signora<br />

Chisolieri no cejaba en sus ponderaciones. Temblaba como un flan, como una gelatina,<br />

su entera carne, su abundante combinación de papada, pechos y caderas, cuando se<br />

derramaba conmovida junto a su huésped, y me percaté al punto de que el interés que<br />

éste le provocaba era humano y no humanista. En ocasiones, ella buscaba el modo de<br />

apartar la charla del tema abrumador de los libros, y de conducirla a coyunturas más<br />

personales, pero lo único que conseguía es que Mr. Low le reiterara el elogio de su<br />

sortija, mi elogio, el elogio del <strong>Escarabajo</strong>. Entonces la Signora Cassandra le entregaba la<br />

mano, como si él fuese un experto en quiromancia, y durante unos segundos yo sentía<br />

que se aceleraba su respiración, porque me tocaba el irlandés con la punta de un dedo.<br />

En el curso de uno de esos monólogos, el huésped ofreció comprarme, y hasta lo más<br />

hondo de mi lapislázuli me conmoví, entreviendo la posibilidad de huir del albergue, mas<br />

la Signora Chisolieri lo rechazó con infinita coquetería, arguyendo que yo no estaba en<br />

venta, sino que había que conquistarme. Y en otra oportunidad en que Mr. William le<br />

anunciaba su próxima partida con el enciclopédico bagaje, le escanció el Lacrima Christi<br />

y, aparentemente aprovechando que Beppo, el marido, atendía a unos parroquianos<br />

escasos metros más allá, desnudó de mí a su meñique, y conmigo ciñó el anular<br />

izquierdo de Mr. Low. Intentó éste arreglar el precio, enfrentándose con que la posadera<br />

entornaba los enamorados ojos, depositaba sobre la mesa la pechuga, como una valiosa<br />

ofrenda frutal, y le contestaba que lo considerarían esa noche.<br />

Quedó el extranjero como desazonado; cenó poco; y hasta altas horas estuvo anudando<br />

bultos de libros. Casi al despuntar el alba, oyó arañar su puerta, y a la Signora Cassandra<br />

Chisolieri que, entre maullidos, reclamaba el precio de su sortija. Vivía Mr. William Low<br />

afirmado en la práctica de la cristiana castidad, de modo que confundió los términos, y<br />

supuso, concretamente, de buena fe, que la dama se refería al pago monetario del anillo.<br />

Sin embargo, el primordial instinto de conservación habrá prevalecido sobre la impecable<br />

educación convencional que le dieran, y optó por llevar adelante el negocio manteniendo<br />

la puerta cerrada. No era eso lo que esperaba la Signora, y su voz ascendió de tono, al<br />

insistir en que le abriesen. A tal extremo alcanzó la vehemencia de su reclamo, que hasta<br />

el pudoroso Mr. Low se convenció de qué era lo que la hostelera deseaba de él, o sea<br />

algo más propio de los sátiros pujantes a cuyo descubrimiento había asistido, hacía un<br />

lustro, que del circunspecto bibliotecario de Lord Withrington of Great Malvern, de modo<br />

que le dijo que a la mañana siguiente, al partir, le devolvería el <strong>Escarabajo</strong>.<br />

—¡Guárdalo, mentecato, bastardo, eunuco! —le gritó la amable Signora Cassandra,<br />

subrayando su indiferencia ante los oídos, los sentimientos y la opinión del Signor<br />

Beppo—. ¡Guárdate esa cagarruta de escarabajo, y métetela donde más te queme y<br />

tapone!<br />

Tales fueron sus postreras y nítidas palabras. Oímos el sonoro alejarse de su chancletear,<br />

y yo recordé la noche en que la noble Princesa Oderisia Bisignano pretendió besar los<br />

labios que habían sido rozados por los del Arcángel San Miguel, y debió retirarse, luego<br />

de no obtenerlo, para derivar de nuevo la conclusión, en la intimidad de mi mente<br />

escarabaja, de que lo que cambia, en el Mundo, son los proscenios y los actores, pero<br />

que del heredado palacio al hospedaje ruin, y de la Princesa de origen granado a la<br />

<strong>Manuel</strong> <strong>Mujica</strong> Láinez 211<br />

<strong>El</strong> escarabajo

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