Mujica Lainez, Manuel – El Escarabajo - Lengua, Literatura y ...
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enredaban a menudo, como en algas filamentosas y grises, en sus barbas y cabellos<br />
flotantes. Obviamente lo había encantado el éxito de su inundación. La Loba romana, que<br />
de acuerdo con su costumbre a la zaga le iba, metía el hocico doquier y ensayaba unas<br />
reumáticas cabriolas. Por casualidad me descubrió en los laureles; se apoderó de mí con<br />
un mordisco torpe y, como un perro amaestrado, alzándose penosamente sobre las patas<br />
traseras y apoyando las otras en el pecho robusto del semidiós, le exhibió su hallazgo<br />
entre los dientes carcomidos. Algo bizqueó Tiberinus, quizá porque flaqueaba su vista;<br />
me tomó con dos dedos y, para complacer la expectativa de la Loba, me arrojó como si<br />
fuese un mero guijarro, hacia adelante, al par que la excitaba con los gritos: «¡Busca!<br />
¡Busca!» Tropezó detrás de la romana, acertó conmigo en la carroña, me presentó de<br />
nuevo al Padre del Río, y el caricaturesco juego de los dos ancianos ilustres se prolongó<br />
mientras remontaban con dificultad la contraria corriente. Habían cruzado debajo del<br />
Puente Emilio, cuando Tiberinus advirtió y eludió dos anzuelos, con sus respectivas<br />
carnadas, que colgaban de sendos cordeles, al acecho, sin duda, de los peces que<br />
merodeaban por la zona cloacal. En ese momento, la Loba le ofrecía con longeva<br />
testarudez mi indefensa sortija transformada en proyectil, y no sé si fue porque a él lo<br />
había cansado la monótona diversión, o porque su jovialidad lo incitó a hacer una broma,<br />
lo efectivo es que, con suma delicadeza, despojó a los anzuelos de sus cebos, me<br />
suspendió de uno, tironeó de la cuerda, para indicar a quien la manejase que algo bueno<br />
se había prendido del garfio y, al mismo tiempo que ascendía, azul, triunfal, observé que<br />
el semidiós y su favorita, la nodriza tinosa de Rómulo y Remo, reanudaban la marcha, él<br />
apoyado en su instrumento de botero como en un báculo, soberbio, majestuoso,<br />
cadencioso, no obstante algún indicio de chochera; la Loba de flancos enjutos, con la<br />
lengua pendiente; y que componían entre los dos una imagen mágica, única, la cual se<br />
esfumó en la niebla del río, como una página ilustrada de un libro de Mitología que se<br />
volviera despaciosamente.<br />
Subía yo entretanto, y luego del larguísimo encierro en el légamo corrupto, me invadían<br />
el gozo y la curiosidad. Sentía casi la urgencia de que marciales músicas aportasen su<br />
compás a mi elevación prendido del anzuelo, de regreso a la vida, al mundo, a la luz. Y la<br />
luz me acogió, bienhechora, deslumbrante, cálida, me envolvió y me saturó de alegría,<br />
no bien me detuve en el parapeto del puente.<br />
Cuando me familiaricé con la intensa claridad, tan opuesta a las tenebrosidades del río, lo<br />
que antes que nada entreví fue una fila de perezosas barcazas, cargadas con ánforas<br />
factiblemente de vino, que por las aguas amarillentas venían. Poco después me percaté<br />
de que frente a mí se elevaba el familiar Foro Boario, pero junto al Ara Máxima de<br />
Hércules noté una estatua dorada, fulgurante, que supuse ser del mismo dios y que<br />
antes no existía, como tampoco existía otro monumento, dorado también, de un gran<br />
toro. En vano me esforcé, tanto había cambiado el paraje, por ubicar la que fuera<br />
residencia de Cascellio, el rico dentista. Ni valía la pena buscarla; por otra parte me lo<br />
impidió quien me había pescado, o creía haberme pescado, ya que en realidad mi<br />
pescador fue Tiberinus. Y sólo entonces me fijé en la presencia de dos personajes, ambos<br />
de un aspecto más caduco y mayor que el del propio Padre del Río, uno de los cuales me<br />
había depositado en su flaca y pringosa palma, y me exhibía a su compañero, quien con<br />
justicia compartía su entusiasmo ante mi hermosura. Pusiéronse a hablar los pescadores<br />
con un simultáneo frenesí que las toses cortaban, y fue aquella tarde cuando oí nombrar<br />
a Cristo por primera vez, pues a un milagro suyo atribuyeron mi fantástica presentación.<br />
Colegí de lo que decían, que los viejecitos eran muy pobres, y que me consideraban el<br />
regalo de un dios desconocido: la verdad es que en ese instante sabía yo tan poco de<br />
Cristo como Poseidón, cuando en el Egeo se lo mencioné. Corroboraba la indigencia de la<br />
pareja del puente la penuria de sus estameñas, mugrientas y remendadas, y la<br />
mezquindad de los capuchos con los cuales se cubrían, que dejaban asomar los mustios<br />
manchones de sus cenicientas barbas. Su cosecha había sido tan miserable como ellos<br />
mismos: apenas un pescadito vergonzoso se prendió de sus anzuelos. Pero, ¡qué<br />
importaba tal escasez, si se medía el portento de mi hallazgo!<br />
—¡Es de oro! —murmuraron, pasando las yemas sobre las líneas finísimas que dibujan mi<br />
silueta.<br />
74 <strong>Manuel</strong> <strong>Mujica</strong> Láinez<br />
<strong>El</strong> escarabajo