Mujica Lainez, Manuel – El Escarabajo - Lengua, Literatura y ...
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funcionario poderoso. La compartía con su insustancial cónyuge, que acaso había sido<br />
bonita y ya no lo era; y con su vástago único, de dieciséis años, a quien no vimos. Usaba<br />
su morada también como centro para el trámite de contabilidades y cuestiones del<br />
gobierno romano, por lo cual la tarde completa estuvo haciendo restas y sumas,<br />
hojeando cartas, discutiendo con arrendatarios y amanuenses, y gruñendo por la<br />
ausencia de lámblico, su hijo, quien como de costumbre vagaría con su lebrel y con sus<br />
amigos execrables, por las colinas del contorno. Volcó su cólera sobre su esposa, sin<br />
obtener de respuesta más que unas lágrimas sumisas, y la mañana siguiente se largó<br />
conmigo al lupanar. Lo acogieron allí con mil halagos las cinco bellas mujeres que lo<br />
servían, y comenzó por aplacar las urgencias de su lubricidad con una de ellas,<br />
justificando así, una vez más, su hombría jactanciosa, y a fe que aquello, eficaz y<br />
repetido, no era jactancia. Luego dio paso al tema de su furia. Si antes la descargó sobre<br />
su legítima mitad, tocóle ahora la tormenta a una joven de menudo cuerpo moreno y<br />
elástico, labios pintados para el beso y sombreados ojos, llamada (pero ése no era su<br />
auténtico nombre, sino uno que alguien copió de los «Diálogos de las Cortesanas» de<br />
Luciano) Pártenis.<br />
—¡Este marica —vociferó— y los otros seis maricas que no se le apartan, terminarán por<br />
hacerme perder la paciencia, y entonces ay de él, ay de lámblico! ¡Parece inverosímil que<br />
sea mi hijo! ¡Si hasta haría dudar de la pureza de su imbécil madre, y sospechar que<br />
fuese fabricado por algún maricón! ¡A su edad, yo ya me había pasado con esto (y se<br />
agarraba groseramente el miembro, rivalizando con el notable del enano esculpido en el<br />
dintel) una docena de hembras! ¡Te juro, Pártenis, que es virgen, y que los otros seis lo<br />
son! ¡Maricas! ¡Puedes suponer las asquerosidades que harán entre ellos y con el galgo<br />
maldito, por los montes! ¡Pero esto no ha de proseguir, como que existe Júpiter! ¡Si a los<br />
padres de los demás, no les importa, allá ellos! ¡No ha de transcurrir un día, lo juro, sin<br />
que te lo traiga y hagas de él un hombre!<br />
La rabia lo sacudía, como si estuviera a punto de sucumbir bajo un ataque de histeria.<br />
Púsose de pie con extraños escalofríos, metió la diestra en la túnica, me desembolsó, y<br />
finalizó los exabruptos, procurando dominar el castañeteo de los dientes:<br />
—Compré este escarabajo egipcio en Roma. Lo habían pescado en el Tíber. Es tuyo,<br />
Pártenis; que te dé suerte, y que te ayude a devolverme a mi hijo convertido en un<br />
macho como yo, pues de lo contrario, aunque conmigo mi sangre se termine, le retorceré<br />
el pescuezo. ¡Pero —y aquí, insólitamente, el airado Exacustodio medio sonrió, y su cara<br />
viril ganó en empaque— mi sangre no terminará, porque cuando se me antoje, contigo o<br />
con una de tus compañeras, haré cuantos hijos se me ocurra!<br />
Se calmó y se fue, dejándome, el erótico e iracundo caballero, y esa jornada anduve de<br />
mano en mano, admirado y deseado por las meretrices, como me habían envidiado y<br />
elogiado las patricias señoras del círculo de Cayo Helvio Cinna. En cuanto se despidió el<br />
cliente último, Pártenis, que como Mrs. Vanbruck me había deslizado en su dedo central<br />
derecho, se puso a meditar. Tendría veinte años y, sin ropas ni afeites, era suave y<br />
grácil. Si bien su profesión coincidía con la de Simaetha, la de Naucratis, en nada se<br />
parecían, mas es cierto que la una se iniciaba en esa actividad, y la otra, cuando la<br />
conocí, organizaba su retiro. ¿Soñaba Pártenis, en su lecho notorio, abiertos e inmóviles<br />
los ojos verdemar dentro del fleco arqueado de las pestañas? ¿Soñaría con lámblico, su<br />
anunciado visitante? A mí, al entrar en poder de la prostituta, ese anuncio y la violencia<br />
despectiva con que había sido formulado, me llenaron de inquietudes. Prefiguraba mi<br />
imaginación la venida del amanerado muchachito, su aflautada voz, el melindre de sus<br />
protestas, la escena penosa que se produciría; y el arrebato volcánico del padre, al<br />
término del ensayo inútil.<br />
Exacustodio cumplió con puntualidad. No habían corrido veinticuatro horas, y estaba de<br />
regreso con su retoño. Lo precedió en la habitación donde Pártenis yacía en la amplia<br />
cama, desnuda y expectante, sin más adorno que yo, en la mano puesta sobre su seno<br />
izquierdo, cuyo túrgido y pintado pezón junto a mi sortija asomaba, como un añadido<br />
rubí. Era, sin ambages, estupenda, y el hacendado, práctico conocedor, la examinó unos<br />
segundos, tasándola, antes de alborotar:<br />
—Te traje a lámblico. Hubo que cazarlo en el monte Pion. Fue imposible deshacerse del<br />
78 <strong>Manuel</strong> <strong>Mujica</strong> Láinez<br />
<strong>El</strong> escarabajo