Mujica Lainez, Manuel – El Escarabajo - Lengua, Literatura y ...
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Francis había contado que sucedía con sus propias visiones. La Princesa y Maroc los<br />
contemplaban con ojos que dilataba el terror, mientras que el muchacho adormecido, a<br />
quien agitaban sacudidas convulsas, movía en vano los labios cual si pretendiera hablar.<br />
¿Qué podían comprender la dama y su esclavo del espectáculo único que se les ofrecía?<br />
Nada... absolutamente nada. Quizá lo interpretaran como la proyección del cerebro<br />
desvariante del curlandés: ¿acaso no les había confiado que la locura caracterizaba a su<br />
estirpe? Sólo yo estaba en condiciones de valorar la plenitud del prodigio.<br />
No podría afirmar cuánto duró aquel ambular de imágenes, aquella inmaterial<br />
reproducción de quienes poblaron mi propia vida. Los reconocía, atónito, perdidos<br />
algunos hasta entonces en el laberinto del pasado, y volvía, volvía sin cesar a la amada<br />
figura de la Reina, que encabezaba con grave porte la ronda morosa, la cual no paraba<br />
de girar, como obedeciendo a una música inaudible. Hasta que, con igual lentitud,<br />
tornóse a formar la área columna vaporosa, y uno por uno, los míos, los seres sin los<br />
cuales mi lapislázuli no sería lo que es, volvieron a confundirse y fundirse en mi pequeña<br />
estructura, y lo último que vi fue el rostro adorado de Nefertari, que me sonreía. ¡Ay de<br />
mí! ¡Seguro estoy de que me sonreía la Reina! Y Alfred Franz cayó al suelo, sollozando.<br />
Lo alzó Maroc en sus brazos fuertes, y a la zaga de él me fui, absorto, en el dedo de la<br />
cojitranca Princesa que palpitaba, transpiraba y, olvidada de su proclamado ateísmo,<br />
rezaba Padrenuestro tras Padrenuestro.<br />
No cumplió lo prometido Donna Oderisia. Cuando el joven le reclamó la información del<br />
paradero de Cagliostro, que ella le propusiera a cambio de una sesión de tan<br />
extraordinario fruto, escalonó los pretextos infundados para no suministrársela.<br />
Probablemente Von Howen, luego de advertir los sentimientos que despertara en el<br />
corazón de la vieja señora, se percató como yo de que estaba aún menos pronta que<br />
antes a separarse de él, luego del éxito conseguido por la evocación, de la cual él mismo<br />
había recogido, en su sopor, un atisbo apenas, pues, por lo que dijo, únicamente<br />
conservaba una indefinible sensación como de algo que se desprendía y flotaba en el<br />
aire. En balde protestó. Arguyó la Princesa de Bisignano que los datos que había recibido<br />
carecían de peso, y que en breve esperaba recibir otros más fidedignos. Entonces dio una<br />
prueba confirmatoria de la firmeza de su frivolidad, porque en momentos en que hubiera<br />
debido estar anonadada por el misterio desasosegante que gracias a Alfred Franz había<br />
vislumbrado, sin entenderlo, se restituyó a la intriga afanosa del ajuste de su inminente<br />
recepción, con mucho revisar de listas, tachar y añadir, y mucho ordenar al fiel negro<br />
que fuese de aquí a allá y de allá a aquí, a través del vocinglero Nápoles.<br />
Dos días después, regresó Maroc con una noticia deslumbradora: había llegado a la<br />
capital del Reino de las dos Sicilias, luego de prolongada ausencia, el celebérrimo<br />
veneciano Jaeques (nunca Giovanni Giacomo, s'il vous plait) Casanova, Chevalier de<br />
Seingalt. Su fama era tan estrepitosa como las de Saint-Germain y Cagliostro, si no<br />
mayor, porque a la nombradía de alquimistas y magos que a estos dos encumbraba,<br />
anexaba él la de inconcebible, descomunal, titánico amante. Bastante tiempo más tarde,<br />
al publicarse sus «Memorias», que todavía no había empezado, lectores versados en<br />
estadística computaron en sus tomos nada menos que ochenta y ocho personas del sexo<br />
débil, beneficiadas por los éxtasis de su profesional seducción; mujeres de cualquier<br />
laya: aristocráticas y fregonas, ancianas y jóvenes, bellas y feas, solteras, casadas y<br />
viudas, laicas y monjas, virtuosas y lupanarias, ninguna le negó su sensual colaboración,<br />
en lechos, otomanas, sillones, banquetas, en el piso, en pajares, en coches, en el césped,<br />
en castillos, en palacios, en tabernas, en hostales, en cabañas; y ésas eran las que,<br />
anciano ya, puesto que comenzó a escribir a los setenta y cinco años, recordaba,<br />
mientras recorría el larguísimo rosario pecador de sus remembranzas; ¡cuántas se<br />
habrán extraviado en la vacilación de su retentiva! Dicho aspecto tan principal de su<br />
biografía, no era compartido ni por Cagliostro ni por Saint Germain, ambos castamente<br />
consagrados a las relaciones extraterrestres, y es obvio colegir que aun en sus altos años<br />
(había cumplido más de sesenta cuando Maroc mencionó su presencia en Nápoles)<br />
todavía esa presencia legendaria continuase siendo entre el mujerío, motivo de nostalgia,<br />
de inquietud y de atracción. A Casanova y Cagliostro los unía el lazo de la vinculación<br />
compinche; ninguno de los dos disponía de la amistad de Saint-Germain, cuya categoría<br />
198 <strong>Manuel</strong> <strong>Mujica</strong> Láinez<br />
<strong>El</strong> escarabajo