Mujica Lainez, Manuel – El Escarabajo - Lengua, Literatura y ...
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eunidas por Mr. Low, hubiesen transitado por ellos con cadencioso júbilo. Respecto de<br />
dichos cielos, contaré algo que nadie sospecha y que me parece interesante.<br />
Unos meses luego de que Maggie (llamada la Duquesa de Brompton bastante después de<br />
serlo apenas) compró el dibujo de Miguel Ángel Buonarroti que representa a Febo di<br />
Poggio desnudo, y que el lituano de Harvard, residente en Florencia, atribuyó a<br />
Sebastiano del Piombo, la Duquesa le adquirió al citado lituano un óleo, «Nubes sobre las<br />
dunas», de Turner, que medía más de dos metros de largo por uno y medio de altura, y<br />
que era sencillamente sensacional. Ufana de su acierto, al cual colocó su estrategia en el<br />
hall de su casa de Belgrave Square, en Londres, invitó a su vieja amiga Dolly Vanbruck a<br />
apreciarlo. No sé si por envidia, por ignorancia, o por darse aires de conocedora, Mrs.<br />
Dolly se obstinó en que el Turner era falso. En vano Maggie le enseñó papeles y se refirió<br />
a la indiscutida autoridad del experto a quien lo debía, Mrs. Vanbruck se emperró más y<br />
más en la despechada certeza de que ellas, las pobres, las infelices millonadas de los<br />
Estados Unidos, eran saqueadas sin remordimiento por los «marchands» de Europa, y<br />
citó a una tía y a dos primos y a un cuñado, víctimas de sus manejos. Por fin resolvieron<br />
dirimir el caso, por comparación y al tuntún, frente a la colección completísima de<br />
cuadros de Turner de la Tate Gallery, y allá nos dirigimos, la Duquesa, púrpura de cólera,<br />
Mrs. Vanbruck, lívida de apasionada seguridad, y yo, en el eterno guante de esta última,<br />
pasmado ante la violencia que podía alcanzar una disputa entre dos mujeres inseparables<br />
y totalmente legas en el asunto.<br />
Me esperaba en las salas dedicadas por la Tate Gallery a Joseph Mallord William Turner,<br />
una sorpresa de la cual tardé en reponerme. Mientras íbamos de pintura en pintura,<br />
sordo ya a la discusión estéril e indignada de las señoras, me invadía la evidencia, por la<br />
afinidad de los enfoques y por la exactitud de los procedimientos técnicos, de que el<br />
maestro de los cielos densos o transparentes, tormentosos o irisados, no pudo ignorar la<br />
obra de James Withrington. En una palabra, de que Withrington había sido un precursor<br />
de Turner. Pero Lord John Michael Withrington (décimo del título), hijo primogénito del<br />
pintor de la colina y las nubes de Great Malvern, fiel a la antigua tradición familiar, sólo<br />
pensó en cacerías, en carreras de caballos y en la ciencia del mejor oporto y del mejor<br />
brandy, así que, al sucederlo, no valoró la obra paterna, que en su fuero íntimo habrá<br />
tachado de excentricidad, y siendo inevitable demoler la falsa «ruina» que la imaginación<br />
romántica de su padre creara, mandó trasladar a los desvanes del ala Tudor de la casa<br />
las telas de Lord James. Dos años después, un incendio que devoró las complejas vigas,<br />
las destruyó. No quedó ni una.<br />
En cuanto a Mr. William Low, un día —o, más exactamente, una noche— aconteció el<br />
encantamiento: una noche primaveral en que por la abierta ventana irrumpían las<br />
perfumadas emanaciones. Mr. Low se acodó en el vano, y miró hacia el estanque<br />
fosforescente de la luna, al que prestaba fondo la congoja de los sauces retorcidos.<br />
Incontables flores silvestres habían brotado al azar, transformando el césped que hasta<br />
el estanque se extendía, en un tapiz más bello que cuantos tejieron en las flamencas<br />
manufacturas. Sentí latir con fuerza el corazón del bibliotecario. Caminando<br />
pausadamente, en torno del agua plácida, la imagen de Lady Rowena (que a esa misma<br />
hora por supuesto dormía en el lecho marital, suelta la cabellera lacia, y el perfil anidado<br />
en el hueco del hombro de su esposo), cortaba una flor, y seguía su perezoso paseo bajo<br />
la sombrilla de encajes. Así la había visto Mr. Low esa mañana, a través de los vidrios de<br />
la biblioteca, y así sabía yo que tornaba a evocarla, a soñarla, acompasada y tersa, como<br />
los cisnes que desde el estanque duplicaban los movimientos de su cabeza exquisita.<br />
¡Cómo latía, cómo latía el bibliotecario corazón! Se sentó en la cama, cerró los ojos, y<br />
entonces por la ventana entraron las hadas de la floresta de Arden, aquellas que detrás<br />
de los cristales espiaban los anaqueles nocturnos. Su vuelo de pájaros tímidos se mezcló<br />
en la habitación con el majestuoso batir de alas de las figuras del Arcángel Gabriel, la<br />
que bendecía, la que levantaba el cetro, la que tendía una rama hojosa, la que levitaba,<br />
arrastrando los pliegues soberbios de su rígido manto, la que rodeaba un aura trémula de<br />
serafines... Y Mr. Low continuaba sentado en su lecho, la frente entre las manos,<br />
cerrados los ojos, pero seguro estoy que oyendo el ligero entrechocarse de tantas alas<br />
<strong>Manuel</strong> <strong>Mujica</strong> Láinez 217<br />
<strong>El</strong> escarabajo