Mujica Lainez, Manuel – El Escarabajo - Lengua, Literatura y ...
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tierna alianza intangible.<br />
Fuera de Donna Carlota, una sola amiga esencial tenía Don Raimondo de Sangro, una<br />
dama bastante mayor, su parienta la Princesa Oderisia de Bisignano (dentro de cierto<br />
medio, todos resultaban, príncipes y parientes, en Nápoles... ¡desgraciado, exiliado quien<br />
no lo fuese!). Era la fea de cuatro hermanas, y se había cultivado para reemplazar la<br />
belleza ausente, dote de las demás, recurriendo al ingenio mundano y su sabia<br />
trivialidad. Los obtuvo sin discusión. Me sorprendía la pericia magistral con que<br />
disimulaba sus defectos —el ojo lagrimeante y desviado, la inarmónica renquera—,<br />
merced al uso de velos que temblaban sobre el pelucón y sus cintas, de un zapato<br />
distinto e invisible, bajo la anchísima, bordadísima falda; y en especial el arte con que,<br />
alargada en un diván y apoyada en muelles almohadones, distribuidas las luces<br />
favorecedoras, acogía a sus invitados. Una demostración más de su práctica inteligencia,<br />
consistía en la habilidad con que se las arreglaba para ofrecer esas recepciones, cuando<br />
se conocía que tanto ella como el Príncipe, su opaco marido, carecían de medios capaces<br />
de sustentar dicho lujo. Pero, puesto que fuera de un pequeño núcleo de familias<br />
opulentas y organizadas, su situación reproducía la de gran parle de la aristocracia, y<br />
aquellos pobretes se jactaban de pasear por Nápoles entre encendidas antorchas, aun de<br />
día, seguidos de una nube lacayuna, nadie se turbaba ante la multitud de criados<br />
(baratos) que con candelabros llameantes flanqueaban las escaleras de los Bisignano, ni<br />
por la parsimonia de los bizcochos, sorbetes, confituras y limonadas, que constituían la<br />
sobria pitanza de la convidada nobleza.<br />
Don Raimondo eludía las fiestas que convocaban a doscientas o trescientas personas en<br />
los amplios salones vacíos, y visitaba a su prima cuando los solos acompañantes de ésta<br />
eran un negrillo trajeado de plata y celeste, atento a sus pies a cualquier mandado, y un<br />
pequeño can también negro, a quien la propia Princesa enrulara y perfumara, y que<br />
dormía en su mismo diván. Sangro tomaba asiento junto a su amiga, y dialogaban<br />
extensamente. Valoraba la libre y elegante locuacidad de Donna Oderisia, y la consultaba<br />
sobre el «Gran Vocabulario del Arle de la Tierra», que llevó hasta la letra O, y al cual<br />
debió su inscripción en academias famosas, como la florentina de la Crusca. Soy testigo<br />
de que ella lo salvó, con sus advertencias, cuando el peligroso asunto de la Masonería.<br />
Pululaban en aquella época las asociaciones esotéricas de vibrantes nombres, la Estricta<br />
Observancia Templaría, los Caballeros Bienhechores de la Ciudad Santa y, por<br />
descontado, los de la Rosa Cruz de Oro, y yo me familiaricé con ellos precisamente en<br />
casa de la Princesa de Bisignano, donde se esmaltaban los coloquios con la alusión a<br />
iniciados misteriosos, a la búsqueda de la piedra filosofal y a la que confiere juventud y<br />
vida eternas, temas que siempre, siempre, en el curso de la entera historia del mundo,<br />
han fascinado a los humanos, y cuya variedad pude aquilatar personalmente, desde la<br />
suprema jerarquía de los sacerdotes egipcios, en Karnak y en Luxor, hasta los modestos<br />
engaños de Lope de Ángulo, en Santillana.<br />
Ahora bien, la naciente Masonería había designado al prestigioso Don Raimondo su Gran<br />
Maestre en el Reino de Nápoles, y el Príncipe, en parte por curiosidad científica y en parle<br />
porque le impedía el rechazo la urgente solicitud de sus pares, aceptó el Ululo, lo cual le<br />
acarreó la excomunión del Papa Benedicto XIV, quien temía a esa sociedad de fines<br />
confusos más que al Diablo, y procedió bajo el estímulo de tartufos irritados por la<br />
personalidad inmaculada del Príncipe, por su poder financiero y por el fulgor de su<br />
mente. <strong>El</strong> Rey Carlos VII (el que luego sería Carlos III de España) lo distinguía como a<br />
uno de sus predilectos, ya que para él había concebido varias de sus invenciones. Llamó<br />
a Don Raimondo, y le aconsejó que abandonase la Orden, pero fue la Princesa de<br />
Bisignano quien le sugirió los medios que lo congraciarían con el colérico pontífice. Al fin<br />
y al cabo, Sangro se diría que él era un hombre de estudio, un indagador de los arcanos<br />
de la naturaleza, y que no disponía, como la mayoría de los señores napolitanos, afiliados<br />
a los cultos masónicos como se sigue una moda, de la holganza que esas fantásticas<br />
actividades requerirían. Por ende, bajo la inspiración de la señora, publicó una «Súplica»<br />
dirigida al Santo Padre, aclaratoria de un texto anterior que enemigos aviesos habían<br />
hecho incluir en el «Index», lo que le ganó el perdón papal. En aquellos días amargos,<br />
además del que le brindaba Donna Carlota, el de Donna Oderisia constituía su aislado<br />
186 <strong>Manuel</strong> <strong>Mujica</strong> Láinez<br />
<strong>El</strong> escarabajo