Mujica Lainez, Manuel – El Escarabajo - Lengua, Literatura y ...
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evolvió su mente en pos de un mercader más adicto a su casa gloriosa; disparó un<br />
nombre como un cañonazo; y luego de la fuga del espantado servidor, se llevo al corazón<br />
mi mano (o sea la mano que habitaba yo), a fin de calmar sus latidos. Juntos<br />
recuperamos el hilo enredoso de las aventuras intrincadas que acumulaban los jóvenes,<br />
hasta que el criado maldito porfió en interrumpir nuestro viaje, pero esta vez con la<br />
buena nueva de que la concurrencia contaría con los bizcochos necesarios. Dibujóse en<br />
los labios principescos una sonrisa que aunaba la burla a la altivez; continuamos saltando<br />
sobre las hojas, y asistíamos al resurgir de los héroes en la superficie, en momentos en<br />
que el melancólico Alfred Franz von Howen entró en la sala, y en una pausa de la lectura,<br />
insistió en su demanda de las actuales señas de los Condes de Cagliostro.<br />
Entonces mi registro de la volubilidad humana, acerca de la cual almaceno no<br />
pocos testimonios, se enriqueció con una experiencia más, porque verifiqué con qué<br />
arbitraria facilidad, el visible dominio amoroso que el adolescente había ejercido sobre el<br />
corazón de la septuagenaria Donna Oderisia —quien le debía un incomparable contacto<br />
con el mundo sobrenatural—, era reemplazado en la cabeza de la misma versátil señora,<br />
por la tribulación que Monsieur Casanova le causaba, y por la urgencia de convencerlo de<br />
su conocimiento de su obra reciente, al recibirlo en el palacio. ¡Qué imposibles de<br />
entender los seres humanos son! Es probable que mi fidelidad sentimental a la Reina<br />
Nefertari, en el curso de un tiempo que ya ni mido, fuese conceptuada por quienes<br />
estuviesen en condiciones de saberla, como algo absurdo, si bien a mí me parece lo más<br />
lógica, y en cambio no logro habituarme a la veloz e inconsciente soltura con que ellos<br />
van y vienen por el ámbito delicado de las pasiones, a menudo abandonando, sin mayor<br />
aclaración, al que hasta ese instante creyeron dueño insustituible de su vida, para<br />
reemplazarlo por otro o, como en el caso de la Princesa de Bisignano, por una<br />
preocupación que procede de la vanidad. Pero también es cierto que, así como no hay<br />
nada tan inexplicable como el amor, nada hay cuyos complejos mecanismos escapen<br />
tanto al observador, como los de la vanidad. La Princesa miró a Alfred Franz, casi como si<br />
no lo identificara. No existía ningún enlace entre el joven y la notoriedad de Casanova o<br />
el enmarañamiento del «Icosamerón», que en esa hora la embargaban, de modo que se<br />
limitó a responderle con una sonrisa distraída y amable, y volvió a internarse conmigo en<br />
el fárrago de la vida de Eduardo y <strong>El</strong>isabeth, de cuyo entusiasmo genésico dependía la<br />
procreación de una raza nueva, superior a cuantas poblaron la Tierra, y destinada a<br />
salvar la civilización decadente. Se fue el despechado doncel; concluyó Donna Oderisia la<br />
vertiginosa lectura con un bostezo; mandó a Maroc que efectuase el recuento de los<br />
bizcochos y de las jarras de limonada; y se entregó al cuidado de sus uñas, llena la<br />
cabeza, indisputablemente, de las glorias lúbricas y nigrománticas del Chevalier de<br />
Seingalt.<br />
La fiesta, a juicio de Raimondo de Sangro que excepcionalmente concurrió, fue la<br />
suprema de cuantas ofreció su prima. Nunca hubo tantos criados y tantos candelabros en<br />
la escalinata, ni tanta limonada y tantos bizcochos en las bandejas. Nadie faltó. Las<br />
Princesas de Francavilla y Ravaschieri, trémulas de diamantes y de cólera, estuvieron allí.<br />
De corrillo en corrillo, se susurraban pormenores de la vergonzosa enfermedad que el<br />
Rey Fernando había recibido del General Acton, por intermedio de la Reina María<br />
Carolina, y de pronto hizo su efectista entrada Monsieur Casanova de Seingalt. Se<br />
impuso el silencio, y vi avanzar a un caballero mayor y algo encorvado, que años atrás<br />
debió disfrutar de los atributos físicos que más podían cautivar a las mujeres, según los<br />
gustos de entonces: la frente alta y lisa, la enrulada peluca, las mejillas rosas, los ojos de<br />
fuego, ceñidos por pestañas curvas; la pequeña boca en forma de corazón, subrayada<br />
por un perfecto bigotillo oscuro; el talle esbelto, la torneada pierna y el arqueado<br />
empeine, y que conservaba todos esos elementos, pero con los retoques que la saña del<br />
tiempo añade, pues lo traicionaban las patas de gallo y la lividez del rostro, bajo los<br />
polvos y el colorete; los ojos se le habían apagado, la pintada boca, al sonreír, exhibía la<br />
flojera de los dientes postizos; la cintura se ensanchó y se le preñó la barriga; se le<br />
anudaron las varices en las piernas e hincháronsele los pies. Sólo conservaba de su gran<br />
época la rizada peluca, las maneras cortesanas y sugestionadoras, y por supuesto la<br />
fama, la enorme fama de amigo de Voltaire, de Rousseau, de Cagliostro, de espadachín y<br />
200 <strong>Manuel</strong> <strong>Mujica</strong> Láinez<br />
<strong>El</strong> escarabajo