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Mujica Lainez, Manuel – El Escarabajo - Lengua, Literatura y ...

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Irlanda? De ser así nunca lo publicó, porque hasta mí hubiesen llegado los ecos, en el<br />

rodar de los años. Quizás abandonó Withrington Hall, y la ofuscación que le causaba el<br />

solo mirar a Lady Rowena, recorriendo el parque de los sauces y de los cisnes, como una<br />

aparición, o como si hubiese descendido de uno de los gloriosos retratos que<br />

interpretaban su mímica triunfal en el comedor de Great Malvern. O quizás el poema se<br />

redujo a cenizas, como los pintados cielos de James Withrington, de manera que lo que<br />

ambos consideraron con justicia la culminación de sus vidas creadoras, no tuvo, como la<br />

labor de tantos artistas perdidos, más consistencia que si lo hubiesen soñado.<br />

<strong>El</strong> poeta, el pintor y la bella dama, que en mi autobiografía reemplazaron a la pareja de<br />

magos casi adolescentes, como éstos a la Princesa de Nápoles, y ésta a su primo, el<br />

Príncipe ingenioso, constituyeron el último aporte efectivamente digno de mención con<br />

que contó mi existencia, antes del viaje a la América del Sur. Pero entre el olvido de Mr.<br />

Low en el hotel de la Harpe, y ese traslado a regiones tan remotas de aquellas en las que<br />

se habían desarrollado mis etapas anteriores, transcurrieron unos cuarenta años<br />

terriblemente vacíos, destacados por mi ingreso en las casas de empeño y mi partida de<br />

dichos bazares, mi vuelta a ellos y mi nueva y pasajera despedida, reencontrándome en<br />

los distintos negocios con los mismos objetos que, a impulsos de la economía y sus<br />

zozobras, trajinaban por iguales caminos, y que veía desgastarse, envejecer, corroerse y<br />

consumirse, mientras yo preservaba incólume mi lozano azul, era tan príncipe como<br />

Raimondo de Sangro, como Oderisia Bisignano, o como los Lores Withrington, en medio<br />

de una plebe de andrajos y fracturas. Sin embargo, por algún incalculable motivo, ningún<br />

dueño me retenía demasiado, y ninguno me atraía en particular. Fui del uno al siguiente,<br />

y luego a la casa de préstamos, como vagaban los caballeros medioevales de desventura<br />

en miseria, hasta que tropezaban por fin con la razón de sus jornadas. Era como si<br />

tuviese que cumplir con un ciclo de prueba y de humillaciones, previo alcanzar la diáfana<br />

y genuina luz. Lo cumplí, año a año, afirmado en la memoria de la augusta Nefertari (o<br />

en el «jardín de su memoria», por citar a Mr. Low), en Nefertari, mi estandarte y mi<br />

Reina, mi faro de Amor durante el trance tenebroso: hasta que un capitán francés, un<br />

Monsieur de Montravel que con su corbeta «L'Astrolabe» había realizado esa travesía en<br />

varias ocasiones, me adquirió y me llevó consigo de <strong>El</strong> Havre de Gracia a Santa María de<br />

los Buenos Aires, en el extremo del mundo.<br />

Numerosos viajeros, entre los cuales descuellan los ingleses de grandes pies infatigables,<br />

han descrito el penoso desembarco en el mencionado puerto: primero, el traslado a una<br />

chalupa; segundo, los obstáculos (sobre todo si está revuelto el río) que implica el pase<br />

de la chalupa a un carro de ruedas colosales, del cual arrastra una yunta de caballos<br />

hundidos en el agua hasta los pescuezos; son unos caballos que al principio parecen<br />

tener la mitad del cuerpo de sirenas, como los equinos anfibios de las fuentes erigidas a<br />

Neptuno, porque de tanto en tanto, en el curso del cuarto de legua que atraviesan,<br />

emergen, chorreantes, relinchantes y caracoleantes, y se cree entrever sus aletas<br />

natatorias, pero que después, cuando el agua ya no los cubre, recuperan su traza frugal<br />

y positiva, melancólicamente antimitológica, de jamelgos con mataduras obedientes al<br />

látigo y al vozarrón. Desde uno de esos carros abarqué a Buenos Aires, que le había oído<br />

describir a Monsieur de Montravel como una ciudad oriental, dirigiéndose a unos<br />

naturalistas indefectiblemente británicos que quedaron en Montevideo. No coincidía lo<br />

que vi con mi idea de las ciudades de Oriente: ¿dónde estaban las cúpulas de las<br />

mezquitas? ¿dónde sus esbeltos alminares, sus blancos palacios, sus enrejados harenes,<br />

las albercas y el enredo ruidoso del zoco? Nada de eso había allí: había unos pocos<br />

campanarios modestos, unas calles trazadas a cordel y de seguro cenagosas, y encima<br />

un inmenso cielo crepuscular, que hubiese encantado a Lord Withrington y a Turner;<br />

había (la vimos y anduvimos luego) una plaza, con un obelisco minúsculo, que yo,<br />

experto en obeliscos, no pude contemplar sin compasión, y en esa plaza, otras carretas<br />

gigantescas, aparentemente empantanadas frente a una catedral de insólito exterior<br />

neoclásico. Hallábase la plaza cortada en dos partes, por una recova que olía a comida<br />

rancia, y en ella, a la izquierda, si se daba la espalda al Fuerte y al río, nacía una calle, la<br />

tercera, denominada de la Universidad, por la cual nos metimos. Hacía calor, no obstante<br />

<strong>Manuel</strong> <strong>Mujica</strong> Láinez 219<br />

<strong>El</strong> escarabajo

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