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Mujica Lainez, Manuel – El Escarabajo - Lengua, Literatura y ...

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Partían por último los peones. Uno de ellos perdió el conocimiento y se desplomó,<br />

arrastrando al más cercano en su caída. <strong>El</strong> segundo, al tambalear, introdujo su pie en<br />

una de las hendiduras del gran caracol quebrado que me brindaba hospedaje, y se cortó<br />

feamente. Lo retorció el dolor, y deslizó la mano en el áspero hueco, para retirar con<br />

cuidado el pie y evitar que siguiera desgarrándose; entonces tropezó conmigo, y me sacó<br />

del encierro; y antes de que se desciñera rápidamente el taparrabo, y lo apretara<br />

alrededor de su cruento empeine, escondiéndome en el nudo, pude entrever que su<br />

compañero se apresuraba a recoger al otro pescador, al desmayado, y a devolverlo a la<br />

superficie, lo que los distrajo del hurto del herido. Con él, columpiándonos por culpa del<br />

celo y apremio de quienes tiraban de la soga, remonté el camino incierto que me había<br />

impuesto la cólera del napolitano Giovanni, el funesto mediodía en que sin razón me<br />

lanzó al mar, y por estar quien me conducía enmascarado, enteramente desnudo, y<br />

conservar un pequeño tridente en la diestra, volvió a mí, intacta, la vanidosa imagen de<br />

que era salvado del fondo del mar por una deidad anfibia.<br />

Afuera me esperaba el esplendor del cielo nocturno, que de inmediato me recordó, a<br />

causa de su diafanidad, el cielo de Egipto que se tendía como un zafirino palio bordado<br />

con ñores de oro sobre el jardín de la Reina Nefertari, y esas imágenes rememoradas me<br />

cantaron brevemente los versos remotos de Mr. William Low:<br />

La sombra de la noche<br />

prolonga para mí el jardín de tu memoria...<br />

Volcábase la siembra de estrellas sobre las aguas suspirantes, sobre los prófugos<br />

cardúmenes; y renacían las voces, los ruidos: el interpelarse de los hércules, el roncar de<br />

los motores; cualquier golpe, crujido o chapoteo retumbaba intensamente en mi sensibilidad<br />

hecha al sigilo imperturbable; y al asalto sonoro se añadía, intensificando mi<br />

desconcierto, el de los efluvios, de los aromas, de los hedores, que de vez en vez barría<br />

el aletazo altanero del viento del mar. <strong>El</strong> barco puso la proa hacia el Pireo. Encadenados<br />

a los mástiles, como Ulises en el episodio de las sirenas, los dos peregrinos de las<br />

fantásticas armaduras —el manco y el jovenzuelo reconquistados— comunicaban<br />

una poética irrealidad a la travesía. En su curso, después de padecer horriblemente,<br />

murió el infeliz pescador a quien se creyó desvanecido, y ese infortunio tuvo<br />

concluyentes consecuencias para la expedición, pues se abandonó la recuperación de los<br />

centenares de ánforas, que seguirán en la zona del cabo Artemision, frente a la antigua<br />

ciudad de Histraea, alojando moluscos. También las tuvo para mi destino ya<br />

que, luego de haber sido curado en Atenas, mi nuevo amo y ladrón, hermano de la<br />

víctima, comunicó a los otros su proyecto de retirarse a Hydra, su isla natal, y de<br />

cambiar de actividades.<br />

Consternó a los restantes la decisión: destacábase <strong>El</strong>ephteris (tal era su nombre) a los<br />

veinticinco años, por su entusiasmo y vigor en la peligrosa cacería de las esponjas, para<br />

la cual lo formó su padre desde la niñez; pero vano fue ensayar de convencerlo; alistó a<br />

su familia, su mujer y sus dos hijos, varones ambos, y con ellos recorrí la corta<br />

distancia que media entre Hydra y el Pireo, en uno de los barcos costeros que cumplen<br />

ese servicio. A medida que nos acercábamos al anclaje presentí, como cuando avisté con<br />

el bibliotecario poeta la centenaria arquitectura de Withrington Hall, que en aquellos<br />

peñascos de las islas Sarónicas moraba la felicidad. Hydra se me ofreció de<br />

entrada con el encanto sencillo de sus blancas casitas de tejados rojos, esparcidas,<br />

como un rebaño, en escalonadas callejas zigzagueantes que trepan por las<br />

adyacentes colinas, y que se abren en suave hemiciclo en torno del pequeño puerto,<br />

encabezadas por un campanario que les sirve de pastor. En una de esas casas enanas,<br />

pared por medio con otras análogamente mezquinas, pero contentas, puras, por virtud<br />

de la cal con la que se las embadurna a menudo, vivían los padres de <strong>El</strong>ephteris Lukatis,<br />

quien se acomodó (o incomodó) allí, hacinando a su mujer y sus hijos Jakomakis y<br />

Theodoros. Era un refugio muy pobre; el retrete se compartía con numerosos vecinos, y<br />

para llegar a él había que salir a la calle, torcer en la esquina y caminar cien metros.<br />

Agua no había en Hydra; para tenerla era menester aguardar el arribo del buquecisterna.<br />

La madre de <strong>El</strong>ephteris rezaba y lloraba, pero como lo hacía dulcemente, y lo<br />

ocultaba tras el paño negro que le cubría la cabeza y arrimaba al rostro, su presencia no<br />

256 <strong>Manuel</strong> <strong>Mujica</strong> Láinez<br />

<strong>El</strong> escarabajo

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