Mujica Lainez, Manuel – El Escarabajo - Lengua, Literatura y ...
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cesar interrumpido por mi amigo de bronce, cuya ignorancia de cuanto aconteció después<br />
del siglo de Péneles, impuso constantes explicaciones y rodeos que estiraron<br />
fatigosamente mi autobiografía, irritándome a menudo por hartazgo, y obligándome a<br />
impacientes silencios, que al cabo interrumpía como consecuencia de los requerimientos<br />
arrepentidos y curiosos de Poseidón.<br />
Ahora esa parte del relato ha concluido. Luego se entenderá para quién lo reproduje<br />
íntegro y completé. Entretanto debo consignar, pues concierne tanto al destino de la<br />
escultura de Poseidón como al de este <strong>Escarabajo</strong> de lapislázuli, que transcurrido un año<br />
de mi residencia en el Egeo, acaeció un acontecimiento de primordial importancia.<br />
Recuerdo que evocaba yo por entonces mi involuntaria participación en el asesinato de<br />
Julio César, al pie de la estatua de Pompeyo, su enemigo. Vibraban alrededor los azules<br />
diversamente luminosos de la hondura, y los enriquecía la sinuosa concurrencia habitual<br />
de los pobladores de las cavernas y del cieno. Un vasto temblor de filamentos, un ir y<br />
venir de entes inestables, transverberantes y graciosos, un desperezarse de tentáculos,<br />
un torpe rondar bigotudo de crustáceos remolones, nos circuía. De súbito, aquel móvil<br />
paraje a cuya hermosura nos tenía acostumbrados su permanente reconstruirse, vio<br />
interrumpida su armonía consuetudinaria por el desorden que ocasionaba una presencia<br />
extraña e impetuosa. Como los dioses, que en los artificios teatrales descienden del<br />
Olimpo entre nubes trémulas, bajaba hacia nosotros un ambiguo ser, en medio de un<br />
centelleo burbujeante que nos impedía distinguir su traza, aunque al improviso<br />
discerníamos en el espumar irisado lo que daba la impresión de ser la blancura de un<br />
cuerpo robusto, y es tan cierto el símil teatral que Poseidón exclamó:<br />
—¡Un dios! ¡Un dios! ¡Vuelven los dioses! ¿Era un dios? ¿Sería un dios por fin, un dios<br />
liberador? Seguía internándose en nuestro arcano la forma irreconocible, hasta que el<br />
juego de los distintos azules conmovidos nos fue revelando el secreto del intruso. Podía<br />
tratarse de un dios y podía tratarse de un hombre. Estaba casi totalmente desnudo, y<br />
escondía su rostro detrás de una máscara; traía en una mano un cuchillo de fuerte hoja,<br />
y con la otra se prendía de una cuerda, en cuyo extremo colgaba, asegurado firmemente,<br />
un ancho trozo de roca que le servía de pedestal. Dijérase también que aquel enigma<br />
correspondía a una estatua ilusoria, porque tal parecía el plástico personaje que hasta<br />
nosotros llegaba, como un compañero más de nuestro desierto, pero pronto<br />
comprobamos nuestro error pues abandonando su tensa quietud y el apoyo de la base de<br />
piedra, el divino o humano desconocido se zambulló hacia la plataforma que<br />
habitábamos. Esgrimía la filosa arma, escarbaba en las cuevas, agitaba detrás las piernas<br />
nervudas como peces frenéticos, y provocaba efervescencias que lo rodearon de efímeros<br />
surtidores. Comprendí entonces que era un maravilloso pescador de esponjas,<br />
aventurado increíblemente en regiones de tanto riesgo. Tajó, cercenó; apuñalaba como<br />
un asesino en la penumbra, y sin embargo nunca dejé de asociar su imagen con la de un<br />
dios ágil y temible. En breve, la bolsa que colgaba de su cintura se hinchó, llenándose de<br />
esponjas; la ató a la cuerda, y fue evidente que, de pie en el pedestal, se aprestaba a<br />
emprender su regreso a la superficie, cuando algo atrajo su atención y lo retuvo, pese a<br />
que, por la ansiedad que agitaba su pecho, se advertía su cansancio. Volvió a saltar y a<br />
bucear, a modo de un blanco pez hambriento. Supe de repente qué presa rastreaba.<br />
Cavó desesperadamente en el fango pegadizo y duro, levantando una nube hecha de<br />
detritus, de conchas, de caparazones, de restos inclasificables, resollaría dentro de la<br />
máscara, y en segundos caería sin aliento; pero la ambición lo estimuló y mantuvo, hasta<br />
conseguir lo que anhelaba; y el pescador creó una soberbia ilustración mitológica, e inició<br />
su viaje rumbo al aire glorioso, aferrado a la cuerda, entre un fárrago de esponjas vivas,<br />
apretando contra el pecho desfalleciente uno de los grandes y pesados brazos, el<br />
izquierdo, que durante su caída perdiera Poseidón. Así lo observamos desaparecer, como<br />
si lentamente, sin aletear, volara o levitara, como si ése no fuera el fondo del mar Egeo,<br />
sino la clara atmósfera superior que conduce al Empíreo de los dioses.<br />
Una grave zozobra nos angustió a partir de ese momento. ¿Qué iba a pasar? Poseidón<br />
había sido descubierto, y no era difícil que acudiera a buscarlo, ya que si el pescador<br />
encontró uno de sus miembros, hundido en la fangosidad, por lógica no pudo dejar de<br />
ver la alta masa, semihundida también, del resto del bronce de Kalamis, la del niño<br />
254 <strong>Manuel</strong> <strong>Mujica</strong> Láinez<br />
<strong>El</strong> escarabajo