Mujica Lainez, Manuel – El Escarabajo - Lengua, Literatura y ...
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Nos metimos en una mala posada, y al otro día me desayuné con la noticia de que los<br />
conmilitones zarparían tras su jefe infatigable para el norte de África donde, contando<br />
con la alianza del Rey de Numidia, se habían refugiado algunos recalcitrantes partidarios<br />
póstumos de Pompeyo. Pero eso no fue lo que más interesó: lo más importante para mí,<br />
fue que Lucilio informase a su compinche de su propósito de venderme con urgencia,<br />
pues andaba escaso de dineros. Añadió que tenía la casi certidumbre de disponer de un<br />
comprador, Cayo Helvio Cinna, un hombre de letras a quien había conocido diez años<br />
atrás, en tiempos en que Turbo integró las fuerzas que acompañaron a un novel<br />
gobernador de Bitinia, en el Asia Menor. Cinna había participado de la burocrática<br />
experiencia provinciana y había resistido un año entero, aburriéndose, lejos de Roma,<br />
con la no lograda expectativa de hacer fortuna a costa de los bitinios. Lo apasionaban las<br />
alhajas, y ahora, si bien no era rico, por descontado cedería a la tentación de mi rareza y<br />
hermosura.<br />
La fatalidad me predestinaba a los poetas. Antes de trabar relación con ese Cayo Helvio,<br />
di por cierto que pasaría a sus manos, y me limité a rogarle a Khepri que la experiencia<br />
que la suerte me condenaba a compartir con él no fuese tan desagradable como la que<br />
me tocó vivir con Aristófanes. En su momento se comprobará cómo anduvo la cosa:<br />
porque, inexorablemente, tres días más tarde, me instalé en su anular izquierdo. (Así, de<br />
la muñeca de la incomparable Nefertari al índice derecho de Aristófanes, y a continuación<br />
al anular izquierdo de Cayo Helvio Cinna, proseguía mi zigzagueante y azarosa<br />
peregrinación de mano en mano... ¡Cuánto, cuánto me faltaba hasta rodear, sobre sus<br />
múltiples guantes distintos, el dedo medio de Mrs. Vanbruck!).<br />
Difícilmente podrá plantearse un contraste más rotundo que el establecido entre Cinna y<br />
los legionarios que me acababan de despedir. La rudeza y tosquedad de Lucilio y Aurelio,<br />
se equilibraban con la amanerada delicadeza del escritor: si los guerreros creaban una<br />
atmósfera viciada donde estuviesen, a fuerza de sobaquinas y otras contribuciones, Cayo<br />
Helvio se movía en un aire aromado por el cinamomo, las violetas de Parma y las rosas<br />
de Paestum; si ambos miembros de la cesárea hueste jamás mudaban su áspera ropa<br />
bélica, el poeta trocaba diariamente las sandalias y las vestiduras; si Aurelio y Turbo se<br />
expresaban con rústica y directa sencillez, Cinna usaba un vocabulario retórico y<br />
complejo, porque era, por encima de lo demás, un exquisito, y merecía que se<br />
reconociese en él al rector de una escuela literaria muy escogida, la de los neoteroi,<br />
cuyos adherentes, que comenzaron a pertenecer a ella siendo muy jóvenes, se<br />
internaban en las aflicciones de la resuelta madurez.<br />
Los neoteroi, por lo que en breve comprendí, pretendían renovar la poesía latina<br />
tradicional, buscando inspiración en los griegos, a través de los intelectuales<br />
alejandrinos. A su lado, Aristófanes resultaba un patán. Encabezaban ese restringido<br />
grupo de estetas, aparte de Cayo Helvis, Marco Furio Bibáculo y Quinto Cornificio. Estos<br />
dos, con quienes me enfrenté el mismo día en que me adquirió mi propietario flamante,<br />
se parecían a él, si no en el físico, en el modo y en las inquietudes.<br />
Por lo pronto, apunto que mi relación con ellos se inauguró en unos baños públicos, unas<br />
termas, a las que Cinna me llevó aquella mañana. Estaba mi amo totalmente desnudo,<br />
privilegio que podía exhibir dado el ajuste de su cuerpo, el cual continuaba siendo, a los<br />
cuarenta años, suficientemente firme (sólo yo, como en la época de las desnudeces de la<br />
dulce Nefertari, disfrutaba en esa ocasión de la exclusividad de adornarlo), cuando, a<br />
través del leve vapor que colmaba la sala tibia, el tepidariurn, donde un esclavo lo<br />
depilaba, frotaba y cepillaba violentamente, mi señor y yo —él, desde el echadero en que<br />
boca abajo yacía, yo desde su izquierdo anular— nos percatamos de que emergían de la<br />
tiniebla, como dos apariciones, dos personajes cuyos respectivos excesos adiposos no<br />
toleraban que se despojasen de las amplias toallas protectoras. Eran los poetas amigos,<br />
y mi lapislázuli circuló prontamente en sus manos, que me sopesaron, sobaron y<br />
mojaron, al par que al unísono proclamaban mi encomio y su envidia y me ensayaba en<br />
la segunda falange de sus meñiques respectivos, la única capaz de aceptarme. Apenas<br />
regresé al dedo del príncipe de los neoteroi, libre del susto de cambiar de dueño, porque<br />
los gordos que pujaban y ofrecían comprarme me daban mala espina, nos trasladamos<br />
<strong>Manuel</strong> <strong>Mujica</strong> Láinez 55<br />
<strong>El</strong> escarabajo