Mujica Lainez, Manuel – El Escarabajo - Lengua, Literatura y ...
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de cierto sector que si por algo sobresalía, es por poco decente; ordenó el viejo una jarra<br />
de cerveza, nuestra bebida nacional, unas grandes porciones de legumbres con trozos de<br />
cerdo, y un racimo de uvas del que picotearon sucesivamente, lo que configuraba para<br />
ellos un auténtico festín, pues estoy seguro de que en la aldea, su pitanza cotidiana no<br />
pasaría de escasos panecillos, cebollas y la consabida cerveza de centeno. Alcanzóse así<br />
el grado sumo de euforia necesario para que Amait interpelase al bodegonero y asumiese<br />
su empaque de soberbia mayor, al inquirir si seguía viviendo en el barrio la famosa<br />
Simaetha, a quien calificó galantemente de «Dulzura de Naucratis». Le contestó el<br />
huésped que sí, que ocupaba siempre allí cerca las mismas habitaciones, y que había<br />
oído chismear que tanto ella como Myrrhina, su criada, acompañante, alcahueta, sucia o<br />
como prefiriese calificarla, se aprestaban a abandonar Naucratis, pues Simaetha poseía<br />
ya los suficientes medios y la edad suficiente para retirarse de su oficio. La alusión a la<br />
edad de la dama, amoscó al proyecto, y aumentó su enfado el hecho de que el fondista<br />
subrayase, con risotada vulgar, que si ésa era la «Dulzura de Naucratis», le sabría a muy<br />
amarga la ciudadana miel. Para peor, añadió el bestia que Simaetha había cumplido ya<br />
sus cincuenta años cabales, y que tal suma de tiempo daba razón al prudente retiro de la<br />
ninfa, y a su dejar sitio a colegas incomparablemente más jóvenes y agraciadas, que<br />
merodeaban en la periferia del puesto, en busca de lupanares y otros eróticos conchabos,<br />
ya que sólo un demente podía pretender que en el templo de Diana Anaütas, donde se<br />
ejercía la sagrada prostitución, hubiese lugar para todas.<br />
¡Cincuenta años! —pensé yo, mientras Amait y el tabernero enfrentaban sus rabias—.<br />
¡Sólo cincuenta años! ¿Qué opinaría —pienso ahora—, entre su andaluz y su napolitano,<br />
la sexagenaria Mrs. Dolly Vanbruck? ¡Cómo cambian los tiempos! Cierto es, que a la<br />
largura que separa al siglo de Perícles del actual, hay que añadir la distancia que media<br />
entre una prostituta grecoegipcia y una millonaria de los Estados Unidos...<br />
A punto estuvo de armarse una pelea, con intervención de los nietecillos y de un negro,<br />
pero se me ocurre que Amait temió por su peluca y sus afeites, ya que fue él mismo<br />
quien, luego de haberla provocado, puso término a la gresca, usando de bromas fáciles y<br />
de paternales reconvenciones.<br />
Riendo salieron a la calle, y apenas se apartaron un poco, el carcamal, como era<br />
previsible, se desató en improperios contra el amo del figón, un ordinario soez, incapaz<br />
de apreciar la finura de la calidad genuina. Y, en tanto avanzábamos al encuentro de<br />
Simaetha, les confió a sus niños lo que hasta entonces les había ocultado celosamente, o<br />
sea la razón del precipitado viaje a Naucratis, no bien ellos le hicieron entrega de un<br />
escarabajo de lapislázuli, no bien me entregaron a mí. Hízolo con tantas vueltas,<br />
eufemismos y circunloquios, sembrando las frases a medio decir de tantas sonrisas<br />
desportilladas, parpadeos y alzar de cejas, sacándome de la alforja, besándome y<br />
guardándome de nuevo, que no creo que los muchachos comprendiesen su ambiguo<br />
discurso. Yo sí lo comprendí, pues para algo han de valerme la experiencia y el tiempo.<br />
La cosa era clara: cuando Amait estuvo en Naucratis, diez años atrás (recuérdese que a<br />
la sazón tendría setenta), frecuentó a Simaetha, que se las daba de hetaira, es decir de<br />
cortesana de elevada condición y, por lo que deduje, en esa oportunidad los caprichosos<br />
o herrumbrados mecanismos del sexo se negaron a prestar obediencia al anhelante<br />
egipcio. Fue inútil que porfiara en su afán; por otra parte, como artesano de Tebas,<br />
carecía del mínimo respaldo financiero que le permitiría repetir las tentativas, y debió<br />
abandonar a la dama, derrotado, con el escaso consuelo que los ojos, la boca y las<br />
manos procuran. Empero, antes de despedirlo, le dijo Simaetha, adoptando el tono<br />
hermético, sibilino, que exigía la situación, que si luego de un tiempo se presentaba a<br />
visitarla, llevándole un escarabajo esculpido en una noble piedra, de preferencia uno de<br />
lapislázuli, y en compañía de dos adolescentes castos, le aseguraba el éxito rotundo de<br />
sus funciones. Diez años se habían sucedido desde que la meretriz formulara tan extraña<br />
promesa, quizá por vía de consuelo o para sacarse de encima al infructuoso tenaz. Amait<br />
había descendido a los tumbos la cuesta del fracaso, acosado por la penuria y por la<br />
vejez, hasta que, octogenario y destituido de la esperanza, cuando ya nada podía pasarle<br />
que lo redimiese de su desdicha y de la obsesión de su vergüenza, había aparecido yo,<br />
prodigiosamente, un escarabajo digno de faraones (¡vaya si lo era!), enviado sin duda<br />
36 <strong>Manuel</strong> <strong>Mujica</strong> Láinez<br />
<strong>El</strong> escarabajo