Mujica Lainez, Manuel – El Escarabajo - Lengua, Literatura y ...
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azos, de una red sólida y de varias picas y jabalinas, pero al cabo se logró, y la bestia<br />
acompañó a Yerko y a Yakali, a pocos pasos de sus sepulturas. Pudimos a continuación<br />
ponernos en marcha, camino de Aquisgrán, Malilini no cesó de gemir, lo cual se<br />
comprende, abrazada a su madre como a una imponente deidad fúnebre. Llegamos con<br />
el amanecer a la vista de las murallas, sobre las cuales flotaban las dos oriflamas, la<br />
verde y la roja, que otorgara el Papado al Emperador. Así, obviando más trámites, el jefe<br />
desposó al cincuentenario con la desesperada niña, y el flamante marido vino a instalarse<br />
en nuestra carreta. <strong>El</strong> viejo jefe hizo algo más: me corrió a lo largo del dedo de Malilini,<br />
sacándome; montó en su asno, y al trote se encaminó conmigo a la urbe.<br />
Todavía hoy me pregunto qué impulsos lo habrán movido a actuar de tal suerte. ¿Me<br />
juzgaría su superstición culpable de las mortandades? ¿Qué tenía que ver con ellas yo, el<br />
inocente <strong>Escarabajo</strong>, que me había limitado a atestiguar el drama desde la mano de su<br />
causante candorosa? Sea ello lo que fuere, lo incuestionable es que me había hartado de<br />
la convivencia obligada con la gitanería, y de servir de tema en el teatrejo de los<br />
apócrifos Duques de Egipto. ¿Qué destino podía aguardarme allí? Nada que acarrease<br />
gloria, sabiduría o placer. Me adelanté, pues, hacia quisgrán, en el bolso del cíngaro,<br />
trémulo de expectativas, rechazando desasosiegos. Y la esperanza no me defraudó. Al<br />
momento se abrieron frente a mí las puertas de un futuro memorable. Nos lo allanó en<br />
cuanto en la próspera y rumorosa ciudad entramos, un pregón que por los baluartes y las<br />
callejas se repetía, y que proclamaba que Berta, hermana de Carlomagno, deseaba<br />
adquirir piedras preciosas y joyas raras. Tan exactamente correspondía dicho<br />
requerimiento a la aspiración del jefe, que esa tarde misma me separé de él, y el viejo<br />
retornó al refugio de sus tiendas y sus carros, apretando en su escarcela las monedas<br />
sonoras, en tanto que yo comencé a tener por dueña a una princesa de verdad, lo que no<br />
me acontecía desde la época de la adorable Nefertari, y gratificó el orgullo que se cifra en<br />
mi alto origen. Residía la Princesa en uno de los doce palacios agrupados en torno de la<br />
fortaleza central, contra los cuales se apiñaba el poblado confuso. Ya desde mi acceso a<br />
lomo de burro, pude captar alrededor un ajetreo que sobrepasaba lo habitual en esos<br />
lugares, y la impresión se confirmó cuando salí del bolso, porque me rodeó, en la ancha<br />
sala palaciega donde me hallé, el constante ir y venir de juveniles hombres de armas,<br />
ocupados en transportar yelmos, escudos y espadones. Fue allí donde se redondeó la<br />
transacción de mi venta, y donde, sin dolor, me aparté del gitano. <strong>El</strong> que asumió la<br />
responsabilidad de comprarme era un hombre de mediana edad, de esos cuyos rasgos,<br />
por comunes, se borran corrientemente. No lo merecía, como en breve comprobé. Y por<br />
otra parte, todavía reveo con exactitud el azul marino y el negro azabache del iris y la<br />
pupila de su ojo derecho, aumentados por un grueso cristal e inclinados sobre mí, en<br />
tanto que lo demás de su cara por completo se desdibuja. Aquel individuo, un orfebre, el<br />
tercero de mi vida (y diré su nombre, que se añade a los de Nehnefer y Sofrenete, dado<br />
lo íntimamente ligado que está a mi biografía: era Gilíes), me llevó a una habitación<br />
cercana, harto más reducida, en cuyo interior reconocí la atmósfera característica del<br />
taller, con la diferencia de que éste se especializaba en la utilización del marfil.<br />
Ayudantes y aprendices trabajaban en la confección de cofrecillos, y se oía el rechinar de<br />
la sierra, que constantemente humedecían, además del tintineo de la gubia, el trépano,<br />
el raspador y el buril que pasaban de mano en mano. Me pregunté cuál podía ser mi<br />
función, entre objetos tan diferentes de mí, pues, respondían a un criterio estético que<br />
en nada se relacionaba con mi diseño e historia, pero a Gilíes le bastó observar apenas la<br />
tarea que sus colaboradores cumplían, y nos dirigimos más allá, hasta una fuerte tabla<br />
sostenida por dos caballetes, encima de la cual por primera vez vi al Olifante.<br />
¡Qué maravilla! ¡Qué bruñida armonía reluciente! Consistía en un soberbio colmillo de<br />
elefante de unos noventa centímetros de longitud, tan arduo de obtener entonces para<br />
los mercaderes, como el oro y las perlas. <strong>El</strong>egantemente arqueado, pulido por medio de<br />
la cola de un pez llamado «ángel de mar», había incorporado ya a su relieve las figuras<br />
de Cristo y los Apóstoles, pero la ancha guarnición, en el contorno de la extremidad del<br />
cuerno fragoroso, estaba enriqueciéndose con el incrustado lujo de los topacios, las<br />
perlas, los zafiros y los rubíes. Tal se ostentaba el Olifante, olifán, oliphant u olifant, pues<br />
<strong>Manuel</strong> <strong>Mujica</strong> Láinez 105<br />
<strong>El</strong> escarabajo