Mujica Lainez, Manuel – El Escarabajo - Lengua, Literatura y ...
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pueblo y en particular a los soldados que habían acudido desde sus aldeas remotas, a fin<br />
de tomar parte en la guerra de Asia, detrás del que siempre los guiara a la victoria y al<br />
botín. Se ignoraba aún dónde tendrían lugar los mortuorios ritos, pero se presumía que<br />
las autoridades no iban a esperar más allá de la mañana próxima, pues se deseaba<br />
concluir cuanto antes con el riesgoso asunto. Y así fue; a partir del alba, Roma se aprestó<br />
a seguir el imponente cortejo, desde la mansión del adalid hasta el Foro y las columnas<br />
rostrales. Habían colocado el cadáver en unas andas de marfil, cubriéndolo de púrpura<br />
bordada de oro. Delante, sobre un trofeo, iba su toga ensangrentada; otras insignias,<br />
distribuidas en panoplias o agrupadas en estandartes, proclamaban sus triunfos. Los<br />
romanos asesinaban sin asco, pero no se puede negar que eran también admirables<br />
artistas. <strong>El</strong> espectáculo sobrepasaba en grandeza decorativamente luctuosa, cuanto cabe<br />
en la imaginación. Nosotros nos sumamos al séquito, con Domicio y con Tulia. Se<br />
mecían, como si la brisa de la eternidad los rozase, los símbolos y las lanzas: la Historia<br />
crecía en torno y acompañaba al varón inmortal, que inmolaron las envidias y algún<br />
descaminado patriotismo. ¡Qué hermoso, qué solemne era todo! Daba ganas de aplaudir<br />
y de llorar. Pero yo no las tenía todas conmigo; desde el primer momento, sospeché<br />
intuitivamente que alguna cosa fea tramaba el Senador, y los amantes me resultaban en<br />
exceso confiados, luego de la recuperación de mi sortija. Por eso no abandoné la guardia,<br />
y siempre que pude lo vigilé a Quadrato.<br />
Gracias a ello, mientras la pareja se ocupaba de sí misma y del supuesto<br />
restablecimiento de su suerte anterior, además de estar distraída y espantada por la pira<br />
que alzaron sobre los restos de César después del discurso, y a la cual se arrojaban, con<br />
suntuoso frenesí, tablones, rústicos muebles, armas, despojos de guerra, hasta las ropas<br />
del pueblo, que enardecido se las arrancaba y contribuía a la hoguera, me percaté de que<br />
Quadrato se apartaba un tanto de nuestro grupo, para acercarse a un gladiador<br />
imponente, deslizarle algo en la mano, que imaginé sería dinero. Hubiera querido alertar<br />
a mi amo sobre la tramoya evidente, contraerme y repetir mi hazaña del dedo de<br />
Aristófanes, pero esos esfuerzos extraordinarios se obtienen una vez en la vida, y no lo<br />
conseguí. Quedé, pues, reducido al papel de mero y testigo inútil, cuando el atleta se<br />
adelantó, señaló el poeta a la pleble y exclamó que aquél era Cinna. Interrogado, no<br />
pudo negarlo el estupefacto Cayo Helvio, y ahí, en segundos, se produjo la fatal<br />
equivocación, ya que por más que protestó y se encrespó y adujo lo contrario, la<br />
soldadesca cesárea y los adoradores del héroe se ofuscaron y lo confundieron con el otro,<br />
con el pretor Cornelío Cinna a quien odiaban. Agravóse la aberración, al afirmar el<br />
comprado barbarote de circo, a grandes voces, que él había presenciado, en oportunidad<br />
en que vanamente trató de intervenir para socorrer a César, que uno que llevaba la<br />
sortija del escarabajo, imposible de no reconocer, pugnaba entre los asesinos, por<br />
aportar su cuchillada. Volvióse entonces el escritor acosado hacia Domicio, para urgir su<br />
auxilio y testimonio, y tropezó con su máscara impasible y con el descompuesto rostro de<br />
Tulia Mecila, a quien la consternación redujo a un mutismo histérico.<br />
¡Ah Domicio Mamerco Quadrato cobardón! ¡Ah, renegado, felón, alevoso, falaz,<br />
invencionero, hijo de puta! ¡Ah criminal! ¡No lo habías muerto a César con tus puercas<br />
manos medrosas, ni tampoco mataste al poeta con tus manos de capón marica hinchado!<br />
¡Pero a los dos, empleando arteramente manos de otros, los mataste tú! ¡Y ahora,<br />
delante de Tulia que por fin se retorcía y gritaba mientras su marido la amordazaba con<br />
sus manos homicidas, a Cayo Helvio lo sacrificaban, lo destrozaban! ¡Ultimaban al autor<br />
de «Zmvrna», al exquisito, honor de las grandes casas de Roma! Quadrato apretaba las<br />
execrables manos, y otras, una docena de manos extrañas, de gente loca que no medía<br />
su delincuencia absurda, lo degollaban y descuartizaban a mi señor. Alcanzó a gemir,<br />
entre despavorido y atónito: «Tulia...», y ya no dijo más. Los salvajes lo despedazaron y<br />
arrojaron su cabeza, su torso, sus miembros, a la pira que revolvía en el aire como una<br />
roja cabellera enorme.<br />
No podría explicar qué me salvó de la destrucción total, pues me entorpecía el<br />
aturdimiento. Más tarde he pensado que mi supervivencia se debió al baño lustral en la<br />
sangre de Caius Iulius, que me infundió una fortaleza peregrina, inmerecida, divinamente<br />
heroica. Durante la noche entera, la pira ardió, en tanto que la multitud en su demencia<br />
68 <strong>Manuel</strong> <strong>Mujica</strong> Láinez<br />
<strong>El</strong> escarabajo