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Mujica Lainez, Manuel – El Escarabajo - Lengua, Literatura y ...

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de oro y de los petos guarnecidos de piedras preciosas (porque su similitud alcanzaba al<br />

hecho biográfico de que cada uno, por resolución de su respectivo padre, ostentara igual<br />

jerarquía militar), y se distraían dando puntapiés, mansamente, a una pelota grande, o<br />

utilizando otras, más chicas, en combinaciones que acaso hubiese inventado su ingenio y<br />

que correspondían casi a las del croquet actual pero, a diferencia de quienes hoy<br />

practican ese juego, jamás reñían, sino por el contrario besaban cariñosamente en el<br />

pómulo al adversario que acertaba a golpearlos y desplazarlos con su propia bola. A<br />

veces, en las ocasiones más insólitas y peregrinas —podía ser en ocasión en que<br />

organizaban un partido de uno de tales juegos— la mística atmósfera que había bañado a<br />

lámblico en la viciosa cámara de Pártenis tornaba a establecerse, abstrayéndolos a todos,<br />

mientras tañían las cuerdas invisibles su callada música. Entonces los siete recogían el<br />

balón o los mazos de madera, juntaban las palmas, caían de rodillas y, más Botticellis<br />

que nunca, no obstante las simples camisetas y calzoncillos uniformes del deportivo<br />

atuendo, rezaban a coro, cantando rítmicos latines, que seguramente se elevarían como<br />

una columna de incienso hacia la eternidad del Señor. Yo participaba de juegos y rezos.<br />

Los compañeros de lámblico habían empezado por repudiarme, juzgándome, como el<br />

ermitaño del Tíber, por mis inscripciones egipcias (¡nada menos que el adorado nombre<br />

de la Reina Nefertari!), asunto del Demonio, pero mi amo les rogó con tanta ternura que<br />

le permitieran conservarme, ya que en mí veía un símbolo de su triunfante virginidad<br />

(extraña idea, por cierto), que concluyeron aceptando mi incorporación al anular derecho<br />

de lámblico, y hasta me ensayaron sucesivamente. Ni siquiera Qitmir, el lánguido y<br />

señorial lebrel, prescindía de las diligencias distintas que menciono, ya que cuando no<br />

corría, ingrávidamente y sin que constara su esfuerzo, detrás de las corteses pelotas,<br />

compartía a su manera los raptos contemplativos de los siete, permaneciendo con las<br />

patas tiesas, las orejas amusgadas, levantado el hocico y los afectuosos ojos estáticos,<br />

cual si recogiera visiones celestes.<br />

Como acontece con las vidas agradables, la nuestra no podía durar. Más allá de Éfeso y<br />

de las islas griegas, en la romana pompa, velaba Decio, el tirano. Fiel a la inveterada<br />

manía de los opresores, no soportaba que nadie, bajo ningún pretexto, se apartase de<br />

las rígidas normas que le dictaban su soberbia y su bilis. Indudablemente se sentía el<br />

enviado, el intérprete de los dioses, y quizá soñaba que, obediente a su voluntad, su<br />

espada podía convertirse en el rayo llameante de Júpiter. Por eso, si bien en cuanto<br />

derrotó al Emperador Felipe el Árabe marchó hasta las márgenes del Danubio, a<br />

enfrentarse con los godos, no descuidó la cuestión religiosa, la cual lo ofuscaba, aun en<br />

la sonora lejanía de los campamentos, y desde su tienda, haciendo a un lado los planos y<br />

las armas, redactaba contra los cristianos duros edictos, que sembraban a lo largo del<br />

imperio el terror. Uno de esos edictos mandaba que en cada ciudad y en cada templo,<br />

dentro de las vastas extensiones que de su arbitrio dependían, las multitudes, sin<br />

excepción, ofreciesen sacrificios a sus dioses.<br />

En Éfeso, la ejecución de la orden estuvo, precisamente, a cargo de los padres de los<br />

jóvenes, por ser esos siete progenitores los máximos funcionarios militares y civiles de la<br />

ciudad. De modo que dichos jefes instalaron su tribunal en el amplio templo de Artemisa,<br />

que además de la imagen de la diosa con pechos como extraños salvavidas inflados,<br />

albergaba una caterva de estatuas togadas o desnudas, provistas de cascos o de<br />

laureles, de cornucopias, de coronas, de tridentes, de frutas, de carcajes, de alas, de<br />

pámpanos, de falos excesivos, de mazas y de lanzones, y hasta admitía a varios de mis<br />

compatriotas, pues entre ellos asomaban las cabezas del ibis y del halcón, y a algunos<br />

desconocidos para mí, que quizá procedían de Siria o de Persia. En medio del semicírculo<br />

formado por abigarradas figuras, ocuparon sus sitiales los dirigentes, entre los cuales<br />

había tres generales de ejército, y frente a ellos se desarrolló, durante días, el desfile de<br />

los habitantes, quienes uno a uno, monótona y temerosamente, cumplían con los ritos<br />

fijados, mientras que los pregoneros difundían, en la campiña y en las montañas, la<br />

conminación de presentarse bajo pena de muerte.<br />

Hasta nosotros y nuestra paz gimnástica, en la meseta del monte Pion, alcanzaron los<br />

bandos inflexibles repetidos de aldea en aldea, y lámblico, Maximiano, Marciano,<br />

<strong>Manuel</strong> <strong>Mujica</strong> Láinez 81<br />

<strong>El</strong> escarabajo

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