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Mujica Lainez, Manuel – El Escarabajo - Lengua, Literatura y ...

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favor de reinas de mi país, mas dudo mucho de que los realizase en favor de una<br />

macedonia.<br />

La comitiva de mis compatriotas proseguía su cadencioso avance (pero, ¿eran mis<br />

compatriotas?, ¿eran egipcios?, ¿no eran griegos, estos vástagos puros de un general de<br />

Alejandro?), a alojarse en la propiedad que Caius Iulius tenía en la margen derecha del<br />

Tíber. Apeñuscábase en la ruta el gentío; ninguno quería perder el espectáculo. De<br />

repente, prisionera del humano vaivén, Helvio divisó a Tulia. La distancia que los<br />

separaba no medía demasiado, pero parecía infranqueable por el apelmazamiento. Sin<br />

embargo mi amo demostró una vez más que para el amor no valen barreras ni murallas,<br />

y la franqueó hundiendo codos y rodillas, pisando pies y togas, pidiendo disculpas o<br />

prorrumpiendo en insultos, según fuera el caso, hasta que consiguió el portento de<br />

colocarse al lado de la joven, tan inmediatamente al lado que el menor movimiento del<br />

público tenía por efecto no sólo que la rozase sino que todo él y toda ella experimentaran<br />

la calidad de sus conformaciones respectivas, lo cual incidió con tal intensidad sobre la<br />

virilidad anhelosa del poeta, que además de Tulia yo, un inocente lapislázuli asombrado,<br />

disfruté de indiscutibles delicias.<br />

Pronto iniciaron una charla afable, de la que se infirió que la señora se había percatado,<br />

en distintos lugares de Roma, de la atracción que ejercía sobre el asiduo Cayo Helvio. Le<br />

aclaró que se hallaba ahí, cautiva de quienes la circuían, porque cuando regresaba a su<br />

casa, la turba, al lanzarse a correr para ubicarse en el camino de la Reina de Egipto,<br />

había derribado su litera y la había arrastrado en la disparada, mientras que, víctimas del<br />

pánico, sus esclavos se desbandaron a escape. <strong>El</strong> escritor la tranquilizó de palabra, si<br />

bien no de cuerpo, ya que minuto a minuto, al par que continuaba el desfile, con tiesos<br />

funcionarios y mayordomos, con pajareras, con cofres, con sutiles dioses y muebles<br />

policromados que resplandecían sobre la concurrencia, y hasta con un cocodrilo que<br />

dejaba entrever, tras los barrotes de una jaula, sus pendientes de perlas, Cinna se<br />

ingenió y formó con la dama un solo ser bicéfalo, tan unidos resultaban, y fue entonces<br />

que yo, el <strong>Escarabajo</strong> de la mano izquierda, guiado diestramente, avancé bajo la axila,<br />

también izquierda, de Tulia, hasta que el anular que yo cernía y los restantes dedos de<br />

esa mano, se apoderaron, suave pero certeramente, del pequeño pecho precioso de la<br />

esposa de Domicio Mamerco. Tulia no protestó ni se alejó; antes bien su atención pareció<br />

concentrarse en el lujo de los Ptolomeos, pues paralelamente que el poeta adelantaba en<br />

su labor delicada y exploradora, ella, como si no tuviese conciencia de esas palpables<br />

indagaciones (de las cuales participé con el pensamiento lijo en mi querida<br />

Nefertari), siguió especificando en alta voz los pormenores de la escolta real. Por<br />

fin concluyó el largo progresar de la comitiva; se dispersaron las masas ruidosas, y no<br />

hubo más remedio que suspender la dulce investigación de un anatómico territorio que<br />

hasta entonces nos había sido vedado. Helvio se ofreció a acompañar a Tulia a su<br />

residencia, porque el entusiasmo y las discusiones habían excitado a la plebe: un<br />

sector compadecía a Calpurnia, ejemplar esposa del César durante los últimos once<br />

años, y sus contendientes juzgaban que el Divino Julio merecía la prerrogativa de<br />

amar y poseer a una Reina, a Cleopatra, si ése era su antojo. La consecuencia de dicha<br />

disparidad de criterios se concretó en el hecho de que ebrios e iracundos se sacudieron el<br />

polvo, menudeando cachetadas, trompadas y puntapiés, cual si de sus opiniones<br />

dependiera la felicidad de los amantes, el bienestar de los hogares y la paz de los<br />

imperios. Nosotros optamos por apartarnos con una celeridad prudente, la cual<br />

disminuyó a medida que crecía el trayecto que nos separaba de los revoltosos y de su<br />

insolencia.<br />

Llegamos con la postrera luz del crepúsculo a la mansión de Quadrato, que se<br />

elevaba no lejos de la Vía Sacra y de la clausura de las Vestales, en la cercanía de la<br />

casa que habitaba César, en su condición de Pontífice Máximo, y donde cabía suponer<br />

que se turnarían las lisonjeadoras de Calpurnia, rodeándola y consolándola y diciéndole<br />

horrores de la buscona egipcia. Y a la puerta de la vivienda de Tulia, ¿a quién avistamos,<br />

sino al propio Senador furibundo, que a la vez daba instrucciones a sus esclavos, a los<br />

octóforos, que en tan mala situación y riesgo habían desertado a su señora, indicándoles<br />

cómo y dónde debían recuperarlas a ella y a su litera, y los amenazaba con los terribles<br />

58 <strong>Manuel</strong> <strong>Mujica</strong> Láinez<br />

<strong>El</strong> escarabajo

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