07.05.2013 Views

Mujica Lainez, Manuel – El Escarabajo - Lengua, Literatura y ...

Mujica Lainez, Manuel – El Escarabajo - Lengua, Literatura y ...

Mujica Lainez, Manuel – El Escarabajo - Lengua, Literatura y ...

SHOW MORE
SHOW LESS

You also want an ePaper? Increase the reach of your titles

YUMPU automatically turns print PDFs into web optimized ePapers that Google loves.

víctimas de un encanto que los había privado de movimiento y de voz. Así los halló<br />

Donna Pia, cuando por fin resolvió regresar, y su presencia tuvo la virtud de devolverles<br />

la agilidad y el lenguaje, porque en cuanto se instaló entre ellos, lo que al pronto dijo,<br />

acomodándose el peinado, fue que tenía en una arqueta veinticuatro cartas de Dante<br />

Alighieri, «veinticuatro cartas de amor» —puntualizó, ruborizándose— y que vacilaba<br />

ante la posibilidad de darlas a conocer al público. Replicó Andrea Polo que debía hacerlo<br />

sin duda; Giovanni opinó igual; y al rato el condottiero explicaba por qué había mandado<br />

arrestar a Castruccio Castracani, después de su victoria de Montecatini, y Andrea contaba<br />

hazañas de la época en que era gobernador de Yangchow y de la ocasión en que, en el<br />

curso de una batalla, construyó para el Khan mogol una máquina artillera que sembró la<br />

desolación entre los enemigos. Mágicamente, o tal vez naturalmente, suprimida Moreta,<br />

los tres habían reivindicado sus máscaras y sus sueños, su felicidad. Se entregaron,<br />

pues, descartados los remordimientos, a ser felices. Lo fueron más aún que antes,<br />

porque ahora sus extrañas ilusiones les pertenecían, hasta cierto punto, por derecho de<br />

conquista. Y si en un tiempo la Cá Polo se estremeció por la bulla que metían los<br />

compinches procaces de la sensual Moreta, resonó ahora con las exclamaciones de los<br />

tres locos seniles que proclamaban la espléndida genialidad de sus vidas.<br />

Tres meses después, en verano, al crepúsculo, bajaban Andrea y Giovanni galantemente<br />

la escalinata, acompañando a Donna Pia hasta la góndola. Adelante, con una antorcha<br />

iba el guerrero. Al torcer en el primer rellano, creí ver, atónito, que Moreta subía hacia<br />

nosotros. También la debió ver Giovanni, que interrumpió su marcha, en tanto que los<br />

otros dos seguían su descenso, de lo que deduje que ellos (ignoro por qué arbitrariedad<br />

de los mecanismos astrales) no veían (o imaginaban) como nosotros a un pequeño ser<br />

transparente, cristalino, en cuya inexplicable diafanidad fulguraba el carbón de<br />

hambrientos ojos ratoniles, que se acercaba como suspendido en el aire. <strong>El</strong> condottiero<br />

se asió del barandal, con la diestra en la que yo hubiera querido lanzar un grito, pero<br />

apenas pude emitir unas pobres chispas azules y, soltando la antorcha, se llevó la otra<br />

mano, crispada, al corazón. Ante el asombro de Andrea y Pia, rodó rugiendo por los<br />

escalones. Micer Polo levantó la tea, se inclinó sobre su viejo amigo, y comprobó que<br />

había muerto. Del menudo espectro, ni rastro quedaba; en vano lo busqué, desde mi<br />

aposento de la mano que pendía, inservible, entre los balaustres. Probablemente Moreta<br />

se había limitado a cumplir su misión vengativa. Después, he pensado, a veces, que<br />

pudo tratarse (aunque no) de una alucinación.<br />

A Giovanni di Férula lo velaron revestido con un sudario de finísima seda blanca, en la<br />

cámara de la Tabla de Oro donde había transcurrido la etapa final de su historia<br />

lamentable. Largos y lagrimeantes cirios ardieron rodeándolo, hora tras hora, el día y la<br />

noche consecutivos a su deceso, y Donna Pia no abandonó nunca su lado. Enhebraba<br />

interminables oraciones, a las que redoblaron los frailes que sin declinar se sucedían en<br />

el palacio. Experta en velatorios y ceremonias fúnebres, la majestuosa Morosini asumió la<br />

obligación de organizar la despedida del capitán al par que el débil Andrea se diluía,<br />

rezando entre dientes, en el claroscuro de los rincones. A mí me habían dejado en el<br />

anular derecho de Giovanni, cuyas dos manos se cruzaban y aferraban un crucifijo.<br />

Repulsivas moscas azules se pasearon a cada instante sobre la faz de mármol bruno del<br />

condottiero, y los chinos las aventaban con hojas de palma, pero los insectos, atraídos<br />

por el calor, volvían, tercos y zumbones. Sepultaron a mi dueño en la iglesia de San<br />

Giovanni Grisostomo, y cuando lo depositaron en un hueco del piso, a un costado de la<br />

nave, me consternó y espantó que no me quitasen de su rígido dedo, y que me<br />

emparedasen con él.<br />

Por segunda vez en mi intrincada crónica, me condenaban al encierro de una tumba,<br />

pero ésta era incomparablemente más angustiosa que la que en el Valle de las Reinas<br />

compartí con la sublime Nefertari. Allá estaba cerca de alguien a quien amaba y sigo<br />

amando; allá, en la atmósfera de Egipto, donde lo misterioso adquiere una insólita<br />

materialidad, la presencia de mi Reina y de sus dioses aliviaba de repente mi vigilia. Yo<br />

contemplaba desde cierta distancia el desfile inaudible de su ronda, que aguardaba<br />

constantemente, y eso les asignaba a mis días una razón de ser. Aquí, en cambio, estaba<br />

<strong>Manuel</strong> <strong>Mujica</strong> Láinez 135<br />

<strong>El</strong> escarabajo

Hooray! Your file is uploaded and ready to be published.

Saved successfully!

Ooh no, something went wrong!