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Mujica Lainez, Manuel – El Escarabajo - Lengua, Literatura y ...

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lo cual las parejas que transitaban por sus angostas aceras, altas como de un metro<br />

sobre el barro que salpicaban las escasas recuas y vehículos, conservaban unos espesos<br />

atuendos ceremoniosos; ellas, con miriñaques y peinetones, fabulosamente<br />

descomunales ambos; ellos, con unas levitas que se ceñían lo más posible, según la<br />

tolerancia de las respectivas cinturas y vientres, y tocados con unos sombreros de copa<br />

peludos y mayúsculos; toscos, hombres y mujeres, ostentando en el peinetón o en la<br />

galera, en el bordado o en la solapa, muy visibles cintas y moños de un rojo de sangre,<br />

en los que alcancé a deletrear la unánime leyenda: «Viva la Santa Federación. Mueran<br />

los salvajes Unitarios.» No era fácil avanzar entre tanta gente, más aún si se tiene en<br />

cuenta la estrechez de la vereda; la amplitud exagerada de los miriñaques y sus faldas<br />

rígidas; la cantidad de negros y negritos, portadores de almohadas, alfombrillas, faroles,<br />

etc., que en torno de sus amos se apiñaba; el continuo detenerse cortés e incómodo,<br />

para saludarse, besar las manos, preguntarse por la salud, quejarse del calor, gobernar a<br />

los opulentos miriñaques como embarcaciones, cuidando de no zozobrar en el lodo<br />

vecino; y a la postre el riesgo de que Monsieur de Montravel, que no paraba de mascullar<br />

malas palabras francesas, perdiese un ojo o los dos, desencajados de sus órbitas por<br />

alguna de aquellas peinetas monumentales que no he visto en ningún otro lugar, y cuyo<br />

creador, por lo que más tarde supe, se apellidaba, contradictoriamente, Masculino. Pese<br />

a los impedimentos que sin cesar se sucedían, y gracias a la habilidad con que el capitán<br />

esquivó las acumuladas fuerzas destructoras que amenazaban su ruta (estuvo a un pelo<br />

de caer en la calle y su basural), llegamos por fin a lo que resultó ser nuestro destino,<br />

una casa en nada diferente de las restantes, a ambos lados de cuya puerta entornada se<br />

distribuían, como guardianes, sendos pares de rejas, protectoras de las ventanas, y que<br />

no bien se asomó Monsieur de Montravel a los hierros de la cancela, mostró un delicioso,<br />

patio sombrío, embalsamado por los jazmines, que alrededor de un aljibe de mármol<br />

reunía una exuberante asamblea de macetas con flores y plantas.<br />

En ese patio jugaban entonces con un gato gris, una niña de unos once años, y un niño<br />

de cuatro o cinco, a quienes mi dueño llamó, imponiendo a los nombres castizos las erres<br />

gangosas de su tierra:<br />

—¡Petrona! ¡Pedro!<br />

Acudieron aprisa los pequeños, la niña con el gato en brazos, y al reconocer la mayor al<br />

visitante en la penumbra del zaguán, prorrumpieron en exclamaciones de alegría.<br />

Entramos, abrazó a los párvulos Montravel, abrió el paquete que traía, dio una muñeca a<br />

Petrona, y una pelota a Pedro, lo que redobló el alboroto infantil, y juntos seguimos, bajo<br />

un techado corredor, hasta un segundo patio, éste con perfume de diamelas y magnolias,<br />

en cuyo extremo se torneaba y ascendía, medio perdida en una enredadera enmarañada,<br />

una escalera de caracol. Por ella subimos a la terraza, donde disfrutaban del fresco del<br />

río dos personajes: un caballero de más de cincuenta años, espigado, de ensortijado pelo<br />

rubio-gris y pobladas patillas, encuadradoras dé un rostro noble, una nariz recta, unas<br />

cejas finas y unos ojos azules; y una dama de blanca y suave piel criolla y serenos ojos<br />

oscuros, que peinaba sus cabellos, oscuros también, en forma de coquetos tirabuzones.<br />

En vez del engorroso miriñaque y sus duras ballenas, que lo emparentaban con los<br />

guardainfantes de la corte de Felipe IV, la señora vestía una bata holgada, a rayas<br />

naranjas y lilas, la cual, al dejar libre su cuerpo, acentuaba su tendencia a engordar y su<br />

tipo voluptuosamente andaluz; y el señor se había quitado la levita color verde oliva, que<br />

me recordó una casaca de Mr. William Low, y quizá por eso (pues la simpatía y la<br />

antipatía suelen tener orígenes extraños) sentí en seguida que su propietario me<br />

gustaba. Había quedado éste en mangas de camisa, de una camisa de batista muy<br />

delgada, con puños de blondas y una chorrera semejante, abierta, de manera que<br />

permitía adivinar, colgado de un cordón azul sobre el pecho casi desnudo, algo que se<br />

me antojó un escapulario o una reliquia. Cuando desembocamos en la terraza, tanto el<br />

caballero como la dama se iluminaron de felicidad amistosa. La última se puso de pie, y<br />

se adelantó a dar al extranjero la bienvenida; en cambio él permaneció sentado;<br />

entonces advertí que su sillón estaba provisto de ruedas, y comprendí que no podía<br />

caminar. <strong>El</strong> capitán besó la diestra femenina y, a la francesa, doblándose, besó en los<br />

carrillos al inválido.<br />

220 <strong>Manuel</strong> <strong>Mujica</strong> Láinez<br />

<strong>El</strong> escarabajo

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