Mujica Lainez, Manuel – El Escarabajo - Lengua, Literatura y ...
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atravesado por el aleteo chillón de las gaviotas y por la jactancia de nuestras trompetas.<br />
Nos dirigíamos, repito, al palacio, a causa del problema de la paz entre las dos ciudades,<br />
rencorosas por el contrabando de la sal. Dante nos precedía, enrojecidos los ojos miopes<br />
y enfermos, marcado el pétreo rostro por la dura expresión de quien lleva sobre la<br />
espalda gibada una inmensa fatiga. Apoyada la mano en el brazo de Dino Pierini, el joven<br />
florentino, miraba, parpadeando, la vastedad azul. De cerca lo seguía Micer Giovanni di<br />
Férula, y yo estaba en su diestra de arrugas, de venas salientes, de piel manchada con<br />
herrumbres bajo el vello gris, de uñas amarillas y rotas. <strong>El</strong> veterano, el caduco, caminaba<br />
dilatando el pecho bajo la cota, flameantes en el yelmo las recién compradas plumas; yo<br />
medía el latir de su vieja sangre cansina. Sentía también cómo se estiraba una invisible<br />
comunicación entre los desalientos distintos del guerrero y del poeta, y quizá fui el único<br />
capaz de advertir, por mi posición incomparable, la transmitida lasitud que los vinculaba,<br />
en medio de tanta pompa, de tanto orgullo, de los clamores y del metálico bocinar que<br />
hería el aire. Pero esa pesadumbre se desvaneció en mi ánimo frente al espectáculo de la<br />
plaza. Volví a experimentar, como en la isla de Avalón durante los torneos, el júbilo, el<br />
hechizo con el cual me exalta la teatralidad de los desfiles y revistas ostentosas.<br />
Supongo, en consecuencia, que fui el culpable; que tal como Giovanni me transfería su<br />
desengaño en pleno alborozo, yo le endosé mi euforia, desorganizándole la anciana<br />
mente. Nos hallábamos en la entrada palaciega, por la cual ya habían desaparecido<br />
Alighieri y la cabeza de la comitiva, y de sopetón, verdaderamente a deshora, Micer<br />
Giovanni desenvainó la espada, que arrojó fuego, como un rayo en cuyo extremo ardía<br />
yo con llama de añil, y lanzó un grito de frenético placer, digno de su maestro, el gran<br />
Ugguccione, un chillido que resonó venciendo los de las espantadas gaviotas.<br />
Una actitud tan extemporánea no podía sino provocar una gresca. Otras espadas saltaron<br />
y se blandieron; acudieron los guardias, prestas las picas; tironearon de Giovanni, para<br />
tranquilizarlo, los estupefactos raveneses; y sólo cuando el perfil de rapiña del propio<br />
Dante se recortó, por segunda vez, en la medialuz del arco, y dio una orden,<br />
restablecióse la calma. La abierta boca de la entrada continuó tragándose la comitiva,<br />
que finalmente se perdió dentro del que más que de palacio tenía facha de castillo y,<br />
como la basílica inmediata, enseñaba aquí y allá las cicatrices de los andamios. La<br />
comitiva entró, menos Giovanni, a quien la custodia le prohibió el acceso. Mohíno, pero<br />
sin desprenderse del empaque, el viejo avanzó, como un gallo, a través de la Piazzetta,<br />
hasta sentarse en la escalonada base octogonal de una de las dos columnas levantinas<br />
que enmarcan el Adriático. Se quitó el yelmo, sacudiendo el plumaje; se secó con la<br />
mano (mi mano) el sudor de la cara curtida; echó una mirada arrogante a ambos lados,<br />
y en ese momento pareció notar que tenía un compañero en la grada. Era Andrea Polo.<br />
Como Micer Giovanni, Micer Andrea no había ingresado en el palacio ducal. Ni lo intentó;<br />
fue suficiente que Donna Pia Morosini se incorporase al cortejo, con varias damas y<br />
señores; ya le contaría ella después la versión de la Dogaresa Franceschina, de lo que los<br />
enviados habían resuelto con el Dux y sus consejeros, por ahora lo preferible era<br />
permanecer al amparo de la noble columna, saboreando la delicia del sol veneciano,<br />
ausente siempre de su desván, lo que justificaba su palidez, más intensa y por supuesto<br />
natural que la de Donna Pia, quien lograba la suya gracias al derroche de ungüentos y<br />
polvos.<br />
Entonces se estableció entre el forastero y el recluso un diálogo infrecuente, que<br />
inauguró Giovanni, dirigiendo sus palabras a la plaza, pero espiando con el rabillo del ojo<br />
a su vecino. Se quejó con acidez de la mala suerte que lo privaba de estar en el interior<br />
del palacio, de la incomprensión de los de la Serenísima, quienes habían interpretado mal<br />
su acción, al desenvainar la espada, ya que lo que él pretendió fue tributar un homenaje<br />
a la República. Andrea, tras un titubeo de segundos dijo, hablándole asimismo al lugar<br />
espacioso:<br />
—Yo... lo consideré un homenaje... Fue algo muy bello...<br />
Vaciló otra vez, tosió y prosiguió:<br />
—Además... aquí se está mejor que en esas salas sombrías. <strong>El</strong> sol...<br />
Ambos levantaron las cabezas simultáneamente, y recibieron en los rostros el calor y la<br />
luz. A continuación se enfrentaron sus desconfianzas, altanera la de Micer Giovanni, la de<br />
130 <strong>Manuel</strong> <strong>Mujica</strong> Láinez<br />
<strong>El</strong> escarabajo