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Mujica Lainez, Manuel – El Escarabajo - Lengua, Literatura y ...

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4. ASESINATOS ROMANOS<br />

No todos los integrantes de la Décima Legión partieron en seguida, detrás de su jefe,<br />

rumbo a Roma. Quedaron algunos en Grecia, encargados de construir una carretera, una<br />

estrada, una vía: era la manía romana. Donde antes había habido polvo, lodo y<br />

hierbajos, se extendía el orgulloso camino de piedras anchas, que avanzaba como un<br />

ejército. Durante los trabajos de remoción de tierra que ocasionó la obra, me descubrió<br />

un soldado, un veterano de recios músculos y tostada piel, quien no bien me advirtió, al<br />

bañarme el sol y resaltar en el barro y los escombros, gloriosamente azul, prestamente<br />

me escondió bajo el cuero que le cubría el tórax. Estuve enredado entre su pelambrera<br />

sudada (harto diferente de los trémulos globos en medio de los cuales me depositó<br />

Simaetha, cuando fuimos a casa del orfebre), hasta que torné a ver la luz, larguísimo<br />

tiempo esquiva, en la tienda de campaña del guerrero.<br />

La claridad procedía de un pobre candil, y pronto supe que mi descubridor se llamaba<br />

Lucilio Turbo y que compartía la modestia de su albergue con un tal Aurelio, como él<br />

legionario, pues no bien entraron, prendieron la lamparilla y clausuraron el acceso, mi<br />

salvador me extrajo del escondite, me aproximó a la llama y enseñó al otro su tesoro.<br />

Hay que tener en cuenta que hacía trescientos setenta y cuatro años que mi vanidad se<br />

enmohecía, para valorar el entusiasmo con que brillé, chisporroteé y proclamé mi azul<br />

jactancia. Extasiáronse los hombres, examinando mis detalles, colmando de elogios al sol<br />

de ágata que mis patas delanteras sostienen; señalando Lucilio con los sucios dedos la<br />

línea de oro que define mi estructura; dándome vuelta y asombrándose ante el jeroglífico<br />

de Nefertari; estudiando el dibujo de la Serpiente: en una palabra, saciando mi necesidad<br />

de aplauso, por siglos hambrienta. De inmediato los quise, y más aún pues de mi<br />

inscripción dedujeron mi nacionalidad egipcia, ya que al punto, mientras a medias se<br />

lavaban con ruidoso chapoteo, pusiéronse a hablar de Egipto, de donde venían los dos. Y<br />

Egipto les encantaba.<br />

Habían permanecido en Alejandría varios meses, junto a César, y evocaban esa ciudad<br />

para mí ignota, con fervor comunicativo. No se cansaban de mencionar sus jardines, su<br />

multitud cosmopolita, sus puertos, su hipódromo, sus teatros. Yo los escuchaba, inocente<br />

provocador del alud de figuras, pero cuando recordaron que Alejandría era actualmente<br />

la capital de mi país, residencia de sus reyes macedonios, y que hacía centurias que allá<br />

no se hablaba más lengua que el griego, puesto que el egipcio se relegó a campesinos y<br />

artesanos, sentí que en mí crecía una honda rabia contra aquellos monarcas ptolomeos,<br />

criminales de generación en generación (esto lo supe después) que así se desentendían<br />

de mi gente, y contra los cuales el propio César debió combatir. Mas ahora los<br />

conversadores se referían a la fascinación de la Reina Cleopatra, al amor que la unió al<br />

gran general romano, pese a la distancia de sus edades, y eso me conmovió, como<br />

siempre que de amor se arguye, y se intensificó al enterarme de que tanto Lucilio Turbo<br />

como Aurelio habían formado parte del navío real, el thalamegos, un inmenso palacio que<br />

remontó el Nilo hasta Asuán, en el curso de diez semanas, y que contenía columnatas,<br />

salas de fiestas, santuarios de Venus y de Dionisios, alcobas suntuosas y una inexplicable<br />

gruta. Ese esplendor navegante bogaba en la algarabía musical de los festines,<br />

escoltados por cuatrocientas embarcaciones.<br />

¡<strong>El</strong> viaje del Nilo! ¡Un viaje más, oh divino Osiris!, y el que sobrepujó en magnificencia a<br />

<strong>Manuel</strong> <strong>Mujica</strong> Láinez 53<br />

<strong>El</strong> escarabajo

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