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Mujica Lainez, Manuel – El Escarabajo - Lengua, Literatura y ...

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me evocaba el taller del orfebre Nehnefer de la ciudad de lebas, en el cual gocé el<br />

privilegio de abrir los ojos al mundo de la adorable Reina Nefertari.<br />

En aquella época romana, por de contado, los tópicos fundamentales de las<br />

conversaciones desarrolladas en el consultorio, durante los intermedios, giraban sobre la<br />

muerte de César y sus frutos, y a pesar de que no había duda de que las cosas se iban<br />

calmando, y de que se barruntaba que todo terminaría en poder de Augusto, sobrino<br />

nieto del héroe, cada vez que retomaban el tema, la tristeza se apoderaba de mí, porque<br />

la verdad es que me amargaba hondamente el dramático e injusto fin de Cayo Helvio<br />

Cinna, que si no fue un gran poeta, por lo menos un poeta fue, circunstancia atrayente, y<br />

que si en determinadas actividades no dio pruebas de ingenuidad, fue inocente sin<br />

vueltas de las causas de su abominable supresión descuartizada. Como en otras ocurrencias,<br />

había llegado a quererlo, al sentir que él me quería. Pero, a medida que<br />

transcurría el tiempo, la distracción que me brindaba el consultorio, con su constante<br />

trajín de afligidos visitantes; las quejas que formaban coro con los mugidos; el<br />

multiplicar de las reverencias y adulaciones de Cascellio, según la jerarquía de los<br />

incorporados a su martirologio; la sabiduría minuciosa y cruel con que el maestro<br />

cumplía su trabajo; y hasta el vecindario invisible de los bueyes, que a mi mente traían<br />

los que percibíamos en las aldeas de Egipto, detrás de los fellahs de rodillas en el polvo,<br />

la tarde crepuscular en que en la barca liviana de Nefertari, que bogaba lentamente por<br />

el Nilo, me enamoré de la Reina, alejaban las figuras infaustas vinculadas con los<br />

asesinatos de César y de Cayo Helvio, y una nueva paz se empezó a adueñar de mi<br />

ánimo, mientras se sucedían, solicitándome, flamantes intereses, y la vida, en su<br />

constante y egoísta fluir, me exigía diariamente con más insistencia que participase de su<br />

curso.<br />

Advertí una mañana que Cascellio se preparaba para recibir a alguien encumbrado: un o<br />

una paciente. Desde el alba anduvieron los esclavos limpiando el consultorio y lustrando<br />

el instrumental, y el propio dentista apareció con una brazada, de flores, que distribuyó<br />

en distintos búcaros, y encendió unas pastillas aromáticas, de manera que más parecía<br />

que se aprontaba para una amorosa aventura que para una quirúrgica intervención.<br />

Ojalá se hubiese tratado de la primera. Naturalmente, Cascellio me afirmó en su anular,<br />

no bien aprobó los aprestos. La habitación resplandecía. Y cuando la persona aguardada<br />

entró, en el instante inicial no la avisté, porque el odontólogo prodigaba las zalameras<br />

inclinaciones y me conservaba detrás de su espalda, para acompañar así cada<br />

genuflexión. Sólo al adelantar las obsequiosas manos, comprobé que el enfermo de<br />

inflado carrillo y anudada cabeza, era Domicio Mamerco Quadrato.<br />

Se repantigó el malvado, el inicuo, el abyecto, el incalificable, en los cojines del diván,<br />

explayando la púrpura y la albura de la laticlavia de la cual no se separaba nunca,<br />

entrecerró los ojos y juntó las yemas, componiendo el pomposo ademán característico,<br />

en tanto Cascellio mixturaba los ingredientes narcóticos, la bellota, el castóreo, la<br />

adormidera, la mandragora, la pimienta... y no paraba de hablar y de prodigar alabanzas<br />

al Senador y a quienes, como él, salvaban a la República. Yo, repuesto de la emoción que<br />

me había causado la presencia del asesino, vigilaba cada uno de sus movimientos. Listo<br />

el brebaje, el dentista se lo arrimó a los labios, al tiempo que le pedía que se incorporara.<br />

Entonces Quadrato me vio y fue como si viese un espectro. Dilatáronse sus ojos, y su<br />

boca dolorida emitió un grito ronco, casi un graznido, manoteó en el aire, buscando<br />

apoderarse de mí, al par que el azorado dentista retrocedió y que su roja veruga<br />

semejaba presta a estallar; cogió Quadrato, azarosamente, un buril de la mesa, se<br />

levantó y le exigió a Cascellio, con frases y actitudes descompuestas, que me entregara.<br />

<strong>El</strong> pobre odontólogo habrá pensado, con sobrada razón, que su cliente se había vuelto<br />

loco, y reculó entre las plantas y los reptiles y pájaros disecados, murmurando palabras<br />

ininteligibles, hasta que no le quedó más opción que arrojar la pócima al rostro del<br />

Senador, quien todavía conservaba la mitad de la cara cubierta por la venda.<br />

—¡La sortija! —voceaba Domicio Mamerco—. ¡Dadme la sortija!<br />

Y esgrimía el afilado buril.<br />

Por supuesto, si el padre de la Patria perdió la cabeza, también la perdió el sacamuelas,<br />

incapaz, ciertamente, de comprender el motivo del demente episodio, y el uno echó a<br />

70 <strong>Manuel</strong> <strong>Mujica</strong> Láinez<br />

<strong>El</strong> escarabajo

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