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Mujica Lainez, Manuel – El Escarabajo - Lengua, Literatura y ...

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esa habitación. En el cuarto verde.<br />

Descendió Lady Withrington, encantadoramente, de las nubes.<br />

—Dear James —moduló, sonriéndole con cariño—, me quitas un peso de encima. A veces<br />

vienen vecinos, los Compton, los Somerville o el propio Warwick, y si me preguntan<br />

dónde durmió la Reina, me confundo y les doy contestaciones distintas. Me creerán<br />

tonta; ya no lo haré. <strong>El</strong> cuarto verde —murmuró para sí misma, entrecerrando los<br />

párpados—, el cuarto verde...<br />

Más adelante, mientras trinchaba un faisán algo duro, levantó los ojos Lord Withrington<br />

hacia Su Majestad Carlos I, que cabalgaba con una perla en la oreja, el emplumado<br />

sombrero en una mano, ignorante de que lo esperaba el verdugo, y quedó con el cuchillo<br />

y el tenedor en alto. Luego dijo:<br />

—También hay que concluir con el problema del ermitaño. Ha vuelto a quejarse de la<br />

comida, y eso no puede ser. <strong>El</strong> contrato que establecí con él es idéntico al de mi Tío<br />

Hamilton con el suyo: debe permanecer siete años en la ermita, donde es provisto de<br />

una Biblia, gafas, un escabel, un reloj de arena, agua y comida de esta casa. Debe vestir<br />

un sayal, no cortarse jamás los cabellos, la barba o las uñas, ni hablar con el servidor, ni<br />

abandonar los límites de la propiedad. Al cabo de siete años, le pagaré setecientas libras,<br />

como mi Tío Hamilton. Han transcurrido tres, y se queja de lo que come. ¡Al Diablo con el<br />

exigente! Por lo demás engorda, y no parece un ermitaño sino un burgués barbudo. Hoy<br />

hablaré con él en la ruina gótica. Sé que lo han visto jugando a los dados con uno de los<br />

palafreneros, cuando un grupo de amigos nuestros andaba por el parque. De continuar<br />

así, tendré que cambiarlo. Le daré doscientas libras y tendré un ermitaño flaco, como<br />

corresponde.<br />

Un silencio aprobatorio siguió al corto discurso. Se oyó, liviana, la risa de los niños. Yo,<br />

que venía de España y de Italia, tardé en comprender lo que para mí era un galimatías.<br />

Me enteré más tarde de que la sofisticada moda de entonces quería que los señores<br />

ingleses más «literarios», añadiesen al numeroso servicio de sus casas solariegas, un<br />

individuo a sueldo que representaba el papel de decorativo ermitaño, y que solía residir<br />

en su parque, en una «ruina» arreglada o inventada. Los ingleses son muy singulares.<br />

Mi vida, anexa al anular de Mr. Low, transcurrió entre libros. Mr. Low era incansable y<br />

estaba ocupadísimo siempre. Le faltaba catalogar treinta y tres mil libros de la biblioteca,<br />

doscientos cincuenta mil folletos, y todos los manuscritos, con la única colaboración de<br />

un amanuense de ortografía dudosa. Del mismo modo había aceptado encargarse de<br />

inventariar los mármoles romanos reunidos por el padre de Lord James, y apenas había<br />

esbozado la tarea. A eso se añadía su compromiso de escribir la historia de Withrington<br />

Hall, desde sus orígenes en el siglo XII, rastreando los documentos, y de enseñar latín,<br />

durante una hora y media por día, a John y Sebastián, que se negaban tozudamente a<br />

aprenderlo y a asistir a clase, si no llevaban consigo sus perros a la biblioteca. «Nautae<br />

agnum immolabat Neptuno, deos aquarum. Incolae Aegipti in Nilo, fluvio cocodrilorum<br />

navigant», decía la voz cansada de Mr. Low, y yo reveía mi río natal y los saurios de<br />

dientes agudos que allá son dioses. Pero veía asimismo en ese momento, circunscrita por<br />

los vidrios, como un hada más, a Lady Rowena. Al reconocerla, los niños salían gritando:<br />

«¡Mamá! ¡Mamá!», entre los ladridos festivos de sus lebreles, y Mr. Low, tras de apreciar<br />

un instante la plástica hermosura del grupo, apoyaba la escalera en los anaqueles,<br />

suspiraba y reanudaba su catálogo. En ocasiones, en ausencia de Lord James, asomaban<br />

la nariz por la biblioteca, relaciones y parientes suyos, que recorrían la casa valorando las<br />

mejoras. Les oí a los ingleses comentarios bastante curiosos.<br />

—Se comprende —le indicaba uno de ellos a su acompañante— que un gentleman tenga<br />

caballos, perros y escopetas, y una bodega excelente y, por supuesto, retratos de<br />

familia; que cace zorros, ciervos y jabalíes. Pero esto de los libros... tantos libros... es<br />

más fuerte que yo y no lo consigo entender. Acuérdate de que ya en Oxford, Jimmy era<br />

medio raro, con su manía de las lecturas y los dibujos... Apenas salía con nosotros... Te<br />

confieso que, para mí, tener tantos libros, es cosa de afeminados...<br />

Otro, de un matrimonio muy elegante:<br />

—¿Lord Withrington ha leído todos estos libros, Mr. Low?<br />

—No, sería imposible. Hay cincuenta y tres mil. Pero si los necesita, sabemos dónde<br />

214 <strong>Manuel</strong> <strong>Mujica</strong> Láinez<br />

<strong>El</strong> escarabajo

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