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Mujica Lainez, Manuel – El Escarabajo - Lengua, Literatura y ...

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quien a diario, cuando regresaba a su cuartujo, encontraba allí a la enorme Doña<br />

Eugenia, ya desnuda, bailarines los ojillos insensatos, aguardándolo.<br />

Me intrigaba a mí que no enviase todo al diablo y no se escabullera del Alcázar, en pos<br />

de un destino que por lo menos se pareciese al Purgatorio. Tenía cincuenta años<br />

entonces, y aun cuando las peripecias nupciales lo habían avejentado, a puñados se le<br />

caía el cabello, y flamantes arrugas le cavaban las mejillas, podía, lejos, con serenidad y<br />

con inteligencia, reconstruir su vida truncada. Pero Don Diego había perdido la serenidad,<br />

y la inteligencia se le extraviaba, además de que las argucias del escribano lo habían<br />

aligerado de sus mezquinos ahorros. Desde el amanecer, vagaba como sonámbulo por el<br />

silencio del Palacio, entre los guardias semidormidos. Si de casualidad acertaba luego, en<br />

uno de los quinientos aposentos del exorbitante caserón, con alguien que lo conocía,<br />

evitaba hablarle. Sabía que iba a indagar, con ligerísimo dejo de burla, su existencia<br />

hogareña, y eso agudizaba su alteración. Como en dichos paseos solitarios hablaba a<br />

media voz, pronto entendí que la imagen de Eugenia lo perseguía también fuera de su<br />

alcoba. Indudablemente lo obsesionaba el cuadro de la mujerona que apenas<br />

abandonaba el cuchitril, y que en él quedaba, echada sobre almohadones, llenándolo, sin<br />

jamás mudar la vacía pasividad del rostro, como un fenomenal ídolo yacente cuyo<br />

erotismo no emanaba de su expresión sino de todo su cuerpo, y cuyo pensamiento<br />

exclusivo fluctuaba en torno de la espera de su único y agotado adorador.<br />

Como cuando llegamos al Alcázar, buscó asilo Don Dieguín en la cueva del longevo<br />

Matute. Le refería sus penas y desilusiones, y el linajista senil se limitaba a emitir sordos<br />

gruñidos y a tironearse la barba, por la cual, como en la de Carlomagno, transitaban los<br />

insectos. Entonces el enano, desamparado, volteaba las páginas de alguno de los<br />

espesos nobiliarios, tal en el retrato de Velázquez, pero había desaparecido el fulgor<br />

imperioso de sus ojos negros, tenía puesto el sombrero de través y hasta era víctima de<br />

alucinaciones, porque en una ocasión, conservando abierto uno de esos volúmenes con el<br />

apoyo de la mesa, y fijándose en una doble página que ornaban los escudos multicolores,<br />

lo vi arrojarlo al suelo, ante la mirada lela del canónigo, y exclamar:<br />

—¡Las mariposas! ¡Las mariposas! ¡Cacemos las mariposas! —y andar a los brincos por la<br />

habitación, agitando el sombrero en el aire, para atrapar las blasonadas mariposas<br />

inexistentes.<br />

Por aquella época volvió Velázquez de Italia, luego de dos años de ausencia, y comunicó<br />

que lo seguía un nutrido lote de pinturas y esculturas, las cuales adornarían las salas del<br />

Buen Retiro. Venían cuadros de Ticiano, del Veronés, de Tintoretto, de Ribera, además de<br />

doce leones de bronce dorado y de numerosas copias de estatuas clásicas, del mismo<br />

metal. Dicen que Felipe IV que era, como su abuelo Felipe II, hombre de gusto muy<br />

afinado, y que encargara la elección de las obras a quien pronto sería su Aposentador<br />

Mayor, desfrunció el ceño y pareció animarse, pues no bien llegaron dio exactas órdenes<br />

al artista acerca de su colocación en el real sitio. Quizá la bondad con que fue acogido<br />

por el monarca y la sobria enhorabuena que dedicó a sus selecciones, robustecieron en el<br />

ánimo de Velázquez la postergada pretensión de conseguir el soñado premio de la Orden<br />

de Santiago: lo cierto es que una mañana apareció por la guarida de Matute, con el<br />

propósito de reunir nuevos informes relativos a su genealogía. Estaba el Primo ahí, y fue<br />

transparente la sorpresa que causó, a los ojos avizores del pintor, la decadencia de su<br />

físico. Nada logró sacar Velázquez de la decrepitud del canónigo, pero tal vez conmovido<br />

por el aspecto de mi amo —y acaso al tanto de los antecedentes sabandijos de su<br />

destrucción; eso no lo supe nunca—, lo invitó a que lo acompañase al Retiro, donde le<br />

mostraría las novedades. Allá partimos en coche, y durante una larga hora, el enano se<br />

sumó al grupo señoril que Velázquez había convocado para enseñarle sus compras, y que<br />

cargó con alusiones lúbricas al sufrido pernicorto, quien no respondió ni palabra,<br />

reduciéndose a seguir a los visitantes parlanchines y encomiásticos. Velázquez había<br />

adquirido maravillas; me acuerdo en especial de una «Venus y Adonis», creo que del<br />

Veronés, y de un boceto del célebre «Paradiso» del Palacio Ducal de Venecia. Acedo pasó<br />

entre esos tesoros sin inmutarse; consideró apenas las esculturas alegóricas, y hasta se<br />

dijese que los demás habían olvidado a quien participaba de la visita a más baja altura,<br />

cuando, al entrar en el vasto y fastuoso Salón de los Reinos, donde se explayaban, por<br />

178 <strong>Manuel</strong> <strong>Mujica</strong> Láinez<br />

<strong>El</strong> escarabajo

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