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Mujica Lainez, Manuel – El Escarabajo - Lengua, Literatura y ...

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denme la perfección de un templo de mi país, denme Karnak o Luxor o Menfis... denme<br />

los vastos espacios prodigiosamente medidos... las dobles hileras de esfinges, la aislada<br />

majestad de los obeliscos, el hieratismo monumental de las estatuas, la severa quietud<br />

de los dioses y los reyes, en los pilones geométricos... los muros y sus textos<br />

incomparables... En Egipto era posible encontrarse con los dioses detrás de cada<br />

columna, porque aquella atmósfera les era propicia... En la Acrópolis, en el<br />

amontonamiento policromo de edificio y esculturas de todo tamaño y proporción que se<br />

amontonaban en la colina, no vi ni un solo dios, y eso que tengo bastante buenos ojos<br />

para lo sobrenatural. La presencia única de la atareada Talía (una semidiosa, por más<br />

hermana de Apolo que sea, una secretaria con redacción propia, en realidad) no basta,<br />

me parece, para invalidar lo que sostengo: cuando hablo de dioses, me refiero a<br />

procesiones, a comitivas, a extensas teorías de divinidades ambulantes, como aquellas<br />

cuyo rígido desfile presencié en Tebas, en el Nilo y en la necrópolis augusta. Hay que<br />

creer en los dioses, para que los dioses existan, y en Atenas, en aquella época, nadie<br />

creía en los dioses. Los invocaban, costeaban sacerdotes y oráculos, pagaban estatuas<br />

(horribles) de marfil y de oro macizo, como la inmensa Athena Pártenos de Fidias, que<br />

felizmente no existe ya. Los griegos sustituyeron a los dioses por la Democracia y por su<br />

concepto personal de la Belleza: ¡qué doble equivocación! Así les fue. En torno del<br />

Partenón brotaron sin orden las construcciones; los devotos treparon por las escalinatas,<br />

mezclados con las cuadrigas, con los grupos de mármol y de bronce, con las aras... todo<br />

nuevo rico aspiró a estar presente allí e inscribir su nombre en la base de un relieve, de<br />

una figura... <strong>El</strong> Caballo de Troya colosal de cuyo vientre no salían más que cuatro<br />

guerreros, y que le valió a Strongylión el palmoteo laudatorio de Aristófanes, de<br />

Agatharkos y de Alcibíades, era, a mi juicio, un atroz amasijo de músculos. Eso es lo que<br />

pasmaba a los griegos: las músculos, las forzadas actitudes atléticas, el Hércules de<br />

circo: ¡qué contraste con la delgada, ajustada, espiritada flexibilidad egipcia, que ellos al<br />

principio imitaron! Pero el Caballo de Trova no existe ya; nada de aquello existe; ni<br />

siquiera la Sosandra de sonrisa misteriosa, hija del mismo padre que el Poseidón con<br />

quien dialogo en el mar, la sola estatua que en los propileos me atrajo. <strong>El</strong> resto...<br />

También los templos de Egipto se coloraban, loto a loto, papiro a papiro, y cada silueta y<br />

cada alegoría y cada jeroglífico, pero el sol ardiente de mi patria y la arena del desierto<br />

cooperaban sabiamente con los artistas, y al cabo de algún tiempo las arquitecturas y<br />

sus decoraciones adquirían una pátina, una sutil graduación de semitonos que confería al<br />

conjunto una mesurada armonía imposible de describir... mientras que aquí, en la<br />

Acrópolis, los colores bramaban, impacientes, rencorosos, antagónicos, invictos.<br />

Una hora quedamos en la alta plataforma. Al descender y mezclarnos con gente de todas<br />

las clases, certifiqué más que a la subida el extraordinario prestigio de que gozaba<br />

Aristófanes. Lo saludaban, le sonreían, y el escritor pasaba, ufano, cosechando<br />

homenajes, feliz de exhibir su éxito, en especial, por lo que noté, frente a Alcibíades,<br />

quien se desvivía porque en él se fijaran. La antipatía hacia el comediógrafo que yo había<br />

empezado a cebar desde que oí que negaba su nacimiento egipcio, se desarrolló a<br />

medida que aprecié los quilates de su soberbia. Iba ésta tan lejos, que cuando<br />

Agatharkos pretendió extenderse en el elogio del Caballo de Troya, fue clarísimo que<br />

Aristófanes consideraba que ya se habían dedicado con exceso a Strongylión, porque<br />

cambió el tema abruptamente, y se puso a hablar de «La Paz», la obra que estaba a<br />

punto de concluir, y no paró hasta que los tres amigos le aseguraron que se reunirían en<br />

su casa, cuatro días después, para asistir a la lectura. Con esto se fueron separando;<br />

hízolo Agatharkos primero, y los tres restantes criticaron su tendencia a adular, sí bien<br />

Strongylión acotó que lo creía sincero en su elogio del Caballo; lo siguió Strongylión y los<br />

dos que continuaban juntos, censuraron las desproporciones de su escultura; quedó<br />

Aristófanes solo, y me percaté de que respiraba con alivio, como si se hubiera<br />

desembarazado de rivales, pues desde ese momento la unanimidad de las cortesías y las<br />

alabanzas de quienes atravesaban a su vera, no tuvo más meta que el orgulloso autor,<br />

que lucía arrogantemente su calva y su escarabajo, ya que a la musa, que se había<br />

quitado el sombrero de hiedra y se aireaba con él, no la veía nadie.<br />

<strong>Manuel</strong> <strong>Mujica</strong> Láinez 47<br />

<strong>El</strong> escarabajo

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