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Mujica Lainez, Manuel – El Escarabajo - Lengua, Literatura y ...

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prolija y despistada Mrs. Vanbruck anotó en su libreta, delante del alto óleo mosqueteril<br />

del noble francés, en la sala de Whistler: «Retrato del Conde Robert de Montesquiou-<br />

Fezensac, un hombre verdaderamente masculino.» Participé, en la Isla del Bois de<br />

Boulogne, de una fiesta ofrecida por la Condesa Greffulhe, con la colaboración de su<br />

primo, y la concurrencia de archiduques y grandes duques; escuchamos música de<br />

Wagner y de Fauré, seguida por los aplausos del escogido público, de cuya lista rescato a<br />

los poetas José María de Heredia y Leconte de Lisie, al pintor Moreau y a nuestro Gabriel<br />

d'Yturri, que diariamente semejaba más una versión del Conde saturada de faltas de<br />

ortografía. La situación de Don Gabriel de Yerba Buena sufrió altibajos: en lo del padre<br />

de Montesquiou, no fue admitido; en lo del fatuo primo Almery de La Rochefoucauld, lo<br />

toleraron a regañadientes; y en cambio en el faubourg Saint-Germain, lo más granado e<br />

inalcanzable de las damas acogió con divertida simpatía al pintoresco y respetuoso<br />

sudamericano, quien prolongaba, como una parodia con idéntica silueta, los ademanes,<br />

los abrigos de pieles y sombreros de copa del dandy de la rue Franklin, el cual,<br />

desvelándose por desvastarlo, le leía con igual amor el «Almanaque de Gotha» y los<br />

versos de Verlaine.<br />

Pero de tantas estrellas corno entonces conocí, ninguna me impresionó lo que Sarah<br />

Bernhardt. Fue, a no dudarlo, una mujer única. Si no hubiese existido la Reina Nefertari,<br />

nadie de su sexo me hubiera conmovido como esta otra reina. Lo singular es que,<br />

físicamente, se oponía al arquetipo de las bellezas finiseculares, que exigían abundantes<br />

curvas de caderas y pechos, atormentados por corsés verdugos. Su andrógina flacura,<br />

que le permitió interpretar numerosos papeles de muchacho, sorprendía allende lo<br />

imaginable. Dijeron que su tenuidad estaba hecha de humo, de aire; la caricaturizaron<br />

convertida en un bastón con una esponja en el extremo, metamorfoseada en una boa<br />

constrictor, en una chimenea coronada por un nido de águilas; la envidia de sus colegas<br />

de la Comedie Francaise la tachó de nulidad huesuda... Y era maravillosa. Pasaba entre<br />

las críticas, entre los celos y las rivalidades, como un resplandor. Una llamarada, eso es<br />

lo que me parecía en la escena, una llamarada. ¡Cuántas veces entré, con Montesquiou e<br />

Yturri, en su casa del bulevar Péreire, cuya perfumada atmósfera oriental se percibía<br />

desde la acera! Nos recibía reclinada en su eterno y descomunal diván favorito, cubierto<br />

de almohadones, damascos, rasos, madrases y terciopelos abigarrados, el diván que<br />

Clairin utilizó par su retrato archicélebre, y que copiaron tantas admiradoras suyas,<br />

copiando también su «pose», el codo izquierdo hundido en los cojines, la mano perdida<br />

en la cabellera indómita, y hasta el diáfano oleaje del largo vestido, el forro de seda<br />

blanca y blancas pieles y el abanico de níveas plumas, corno si fueran suficiente receta<br />

los accesorios, a quien aspirase a calcar su inimitable seducción. Su presencia (la<br />

repentina llama de sus ojos, de su gesto) bastaba para borrar la locura del heterogéneo,<br />

híbrido contorno, que Montesquiou sólo sufría en homenaje al genio de la actriz: las<br />

máscaras y panoplias asiáticas; los invernáculos de plantas polvorientas; la pecera y su<br />

bruma que atravesaban hipnóticas formas ondulantes; las pieles de oso y de tigre, contra<br />

cuyas embalsamadas cabezas se fue de bruces más de un tímido presentador de<br />

manuscritos; los bustos esculpidos por la dueña de casa; sus efigies innúmeras, las<br />

cornamentas clavadas sobre los deshilachados tapices; los sombreros mexicanos, las<br />

falsas armaduras, los sillones Luis XIII, Luis XIV, Luis XV. todos los Luises fuera de mi<br />

desventurado Luis XVII de Buenos Aires: porque allí únicamente ella reinaba, caprichosa,<br />

indolente, soñadora, entusiasta o colérica, y de un gesto suyo dependía que entrasen la<br />

tigresa cachorra, el lince, el feroz mastín, los lebreles y las tortugas tachonadas de oro, o<br />

para que se echase a volar el halcón, regalo de un príncipe árabe, que terminaba<br />

posándose en una de las alabardas o en uno de los escudos sarracenos, y espiaba desde<br />

allí, entreabriendo el pico, a los íntimos visitantes, Montesquiou, Yturri, el grabador<br />

Gustave Doré, Clairin, la pintora Louise Abbéma, que amaba a las mujeres, Bastien-<br />

Lepage, otro pintor, los cuales, aunque fingían indiferencia, nunca consiguieron vencer el<br />

terror que les causaba el ave rapaz del desierto.<br />

Jamás se me ocurrió que el Destino planease los acontecimientos de mi vida, para que la<br />

condición de admirador devoto y apartado, pasase a cooperar directamente con Madame<br />

<strong>Manuel</strong> <strong>Mujica</strong> Láinez 233<br />

<strong>El</strong> escarabajo

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