Mujica Lainez, Manuel – El Escarabajo - Lengua, Literatura y ...
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ardía una modesta lámpara de barro. Pronto llenó la habitación el olor de la fritura;<br />
chirriaba y humeaba mi colega náutico, y optaron por abrir la puerta, para aclarar algo la<br />
atmósfera, que me recordó la de la tienda del soldado Lucilio Turbo, impregnada, como<br />
ésta, de fritanga y de sudor.<br />
<strong>El</strong> de las noticias, que habiendo bajado la capucha expuso en las cejas una roja cicatriz,<br />
dijo de repente:<br />
—Hermanos, hay que proceder con tiento, sobre todo en una época tan riesgosamente<br />
confusa. Este escarabajo valioso puede ser un envío de Dios, pero asimismo puede ser<br />
un envío, una tentación del Demonio. Su traza y los signos que lleva en el vientre, no me<br />
tranquilizan. Opino que lo más seguro sería sumergirlo en el agua del Papa Alejandro, y<br />
precaverse contra cualquier imprudencia.<br />
Aprobáronlo los otros sin vacilar, y al punto, mientras los efluvios del culinario aceite se<br />
tornaban insoportables, trajo mi amo una escudilla de madera, volcó en su interior un<br />
chorro de una vasija colmada con agua de sospechosos matices, y eliminando los<br />
miramientos, tajando la meditación inquieta que yo dedicaba a mi origen ofensivo,<br />
atribuido a dioses o demonios, me hundió en el elemento húmedo que consistía<br />
concretamente en agua bendita.<br />
¡Ah, ah, ah, ah, ah! ¡Ay, ay, ay! ¡Qué impresión! ¡Qué insondable impresión! ¡Qué sentir<br />
que hasta el secreto más íntimo de mi lapislázuli y de mi ágata, por invisibles conductos,<br />
se adentraban unas gotas ardientes, o más bien se deslizaba un hilo de fuego! ¡Santo<br />
Dios! ¡Cristo Santo! ¡Ay, hermanitos míos! ¡Ay, Nefertari remota! ¿Qué era, qué eran<br />
aquel dulce dolor, aquel pasmo y aquel éxtasis? ¿Qué tenía que ver yo, un escarabajo<br />
egipcio, el <strong>Escarabajo</strong> de Nefertari, con esas conmociones?<br />
Por tercera vez, en el moroso andar de mi existencia, se apoderaba de mí, me asaltaba y<br />
alteraba, una intrusión realmente penetrante; y en cada vuelta, el que cabe llamar<br />
compuesto conductor y conmovedor, reiteraba su naturaleza líquida: al comienzo, el<br />
agua del Nilo me enseñó el Amor; luego, la sangre de César me ungió de Orgullo; y<br />
ahora el agua instituida por el Papa Alejandro I para conjurar a los espíritus malignos,<br />
me exaltaba y sumía en el enigma de la Fe, y complicaba más aún la mía, ampliando<br />
perspectivas y planos religiosos.<br />
Salí a la superficie anonadado, y me pusieron de nuevo al pie de la Cruz, cuya índole<br />
supe al instante. Los tres ermitaños cayeron de hinojos, juntas las palmas huesudas, y<br />
las agrias exhalaciones del pescado frito del Tíber se fueron mudando en el aroma de la<br />
mirra, en tanto que el humo andrajoso se mudaba en una nube opalina, ligera. Yo debía<br />
parecer harto estrafalario, azul y oro, lujoso, apoyado en la base de la burda Cruz, pero,<br />
¡estaba tan bien ahí, con las tres barbudos rodeándome, y acatando piadosamente el<br />
hecho de que el homenaje no me fuera dirigido! De súbito reparé en que el liviano velo,<br />
como nacido de un incensario, dejaba transparentar unas vagas figuras, singulares<br />
testigos de esa ocasión excepcional, y las fui reconociendo. Eran San <strong>El</strong>oy, patrono de los<br />
joyeros, y San Luis, patrono de los que labran las piedras preciosas. Vestía el primero su<br />
ropaje de obispo; sostenía una arqueta de plata con una mano y un báculo con la otra; el<br />
santo Rey se embozaba en el flordelisado manto de púrpura, y con ambas manos alzaba<br />
un cojín, en el que mostraba la Corona de Espinas. Se criticará el anacronismo; se<br />
subrayará que <strong>El</strong>oy murió el año 659, y el Rey de Francia en 1270, mientras que la<br />
escena transcurría bastante antes, el año 250, y responderé a quien lo diga que es un<br />
ingenuo y un fastidioso, porque la noción del Tiempo, limitadamente humana, no es<br />
tenida en cuenta, con razón, por los poderes sobrenaturales, y si escuchasen tal<br />
argumento, tanto San <strong>El</strong>oy como San Luis modificarían la sonrisa dulce que, a través de<br />
la niebla, dirigían al <strong>Escarabajo</strong> sacado del agua lustral, convirtiéndola en una de<br />
indulgente conmiseración, encaminada a quien insistiese con esos escrúpulos, porque, al<br />
cabo, mucho media entre un santo y un fabricante de almanaques, y si uno y otro, un<br />
obispo y un Rey, aceptaron ocuparse de los lapidarios, de los orfebres y de los que<br />
venden alhajas, fue de puro bondadosos y seguros de su calidad bienaventuradamente<br />
señoril, la cual los sitúa más allá de las humildes convenciones del Tiempo.<br />
Lo cierto es que allí se encontraban, y que la mitra, la arqueta y las heráldicas flores,<br />
titilaban, surgían y se borraban en la atmósfera vaporosa, y que yo asistía al prodigio de<br />
76 <strong>Manuel</strong> <strong>Mujica</strong> Láinez<br />
<strong>El</strong> escarabajo