Mujica Lainez, Manuel – El Escarabajo - Lengua, Literatura y ...
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futura ceremonia, y se estuvo al acecho del adelanto de la lúgubre comitiva.<br />
Sucesivamente nos fuimos enterando de que los restos de Su Alteza, trasladados en ricas<br />
andas bordadas, por mulos caparazonados con lujo similar, avanzaban en medio<br />
de un séquito que formaban alrededor de quinientas personas, a cuya cabeza iban el<br />
Conde de Castro, que no paró de gemir, el Arzobispo de Zaragoza, el Marqués de Orani<br />
(el mismo a quien Don Diego debió su entrada en el Alcázar), y otros señores, y que<br />
integraba dicho concurso una multitud de frailes, pajes, guardas, con hachas<br />
encendidas, con cirios, con enlutadas trompetas, y sólo en momentos en que, al llegar a<br />
la raya de Castilla, se despidieron los de Aragón y se incorporaron al acompañamiento las<br />
carrozas del Duque de Híjar, del Duque de Maqueda y de los demás Grandes, se tuvo en<br />
Madrid por seguro que irían sin desviarse al Escorial, y se reanudaron en el Alcázar las<br />
detenidas providencias concernientes al desposorio que tanto preocupaba a las<br />
sabandijas. En efecto, bufones, locos, engendros, negrillos, barbudas y restantes<br />
personas «de placer» (en ocasiones y a mi juicio nada placenteras), obedeciendo las<br />
órdenes de ambos <strong>Manuel</strong>es, el de Gante y el Gómez, se afanaron como hormigas,<br />
llevando y trayendo trastos, probándose ropas, ensayando latines y aleccionando al<br />
excéntrico clérigo que se encargaría del oficio y la bendición, mientras que Don<br />
Diego de Acedo, por su lado, examinaba frente al espejo, por vigésima vez, el jubón y<br />
el coleto de gamuza que luciría en la circunstancia, y se imaginaba opulento y preclaro,<br />
descartando a punto fijo de su memoria la imagen de su esposa, imprescindible pero<br />
impresentable.<br />
No varió la fecha escogida para la ceremonia, la cual se realizaría en el amplio<br />
guardamuebles que cité, alongado más allá del patio de las cocinas. Porñaron los<br />
Gentileshombres en las ventajas que encerraba llevarla a cabo en el Alcázar vacío, pues<br />
una parte de los nobles y la servidumbre daban escolta a los despojos principescos, y el<br />
resto asistía con oraciones y palabras compungidas a la pesadumbre del Rey en<br />
Zaragoza, por lo que no quedaban en Palacio más que las damas y las meninas de la<br />
Reina. Así que el día en cuestión, flanqueado por <strong>Manuel</strong> de Gante y <strong>Manuel</strong> Gómez,<br />
entró Don Diego en el depósito, contra cuyas penumbras guerreaban numerosos y<br />
manifiestamente robados velones y candiles, que alumbraban titilando los muebles<br />
superpuestos hasta las vigas del techo. Entre la acumulación de enseres, surgían y se<br />
borraban, según el juego de las llamas, como asomados a palcos fantasmales, los rostros<br />
vacilantes de los convidados, alternando las repentinas expresiones de astucia con las de<br />
sumisión, demencia e imbecilidad. Vestía Don Diego su espléndida ropa, sobre la cual yo<br />
lanzaba rayos azules, colgado no ya de la modesta cadena habitual, sino de una de<br />
gruesos eslabones, que Matute le había cedido para la ocurrencia, y a la que de cuando<br />
en cuando Acedo acariciaba, orgulloso como si se tratase del collar de una Orden.<br />
Aguardábamos a la novia, y en ese lapso, en tanto mi ojo vagaba hacia los ángulos<br />
tenebrosos, súbitamente descubiertos y enfundados por la inquietud de las luces, me<br />
pareció («me pareció», como la pasada vez) que percibía la cara huraña de Encinillas, de<br />
inmediato tachada por la inconstancia de la iluminación.<br />
No conseguí continuar investigando, pues ya avanzaba la novia, precedida de mucho<br />
estrépito. Por fin, luego de cruzar el patio donde la vitoreaban los pinches, apareció por<br />
las altas puertas francas, en medio de los aplausos, y en seguida comprendimos la razón<br />
del alboroto. Venía Eugenia Martínez a caballo en la jaca apolillada y roída del muerto<br />
Infante, a la cual le habían clavado, en los extremos de las patas, cuatro ruedas. Y venía<br />
totalmente desnuda, tal cual Carreño la pintó en la niñez, figurando a Baco. Se tapaba la<br />
entrepierna con una hoja de viña de pintado papel, que vuelta a vuelta usaba de abanico.<br />
Tiraba del equino disecado y su inmóvil corcovo, el bufón Don Juan de Austria, que se<br />
acorazó para la fiesta con un peto de acero, y empenachó su gorra; detrás empujaba el<br />
negro gigante de mirar bobalicón; y en torno, riendo, jaraneando, cabriolando, prendidos<br />
de la cola y de las crines carroñosas, hacían también como que arrastraban el caballo<br />
rodante los enanos Sebastián de Morra, Basconcelos, el Niño de Vallecas, Soplillo,<br />
Calabazas, Carlota Rizo y Juana de Auñón. Aproximáronse a recibir el inusitado cortejo,<br />
que participaba de lo cómico y de lo mitológico, los dos Gentileshombres; ayudó el<br />
Gigante a la doncella, a desmontar, con riesgo de su propia vida, por. más gigante que<br />
176 <strong>Manuel</strong> <strong>Mujica</strong> Láinez<br />
<strong>El</strong> escarabajo