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Mujica Lainez, Manuel – El Escarabajo - Lengua, Literatura y ...

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todas esas variantes le pertenecen, predestinado a la celebridad eterna. Fulgía sobre la<br />

mesa improvisada y de inmediato presentí que mi inmediata fortuna o desdicha sería<br />

indivisible del bello cuerno del ivorio que ornamentaban en el palacio de Aquisgrán. Gilíes<br />

me depositó en la tabla cuidadosamente, y se aprestaba a su labor que interrumpió al<br />

entrar la Princesa.<br />

Más tarde, cuando conocí a Carlomagno, pude apreciar hasta qué colmo llevaba Berta su<br />

imitación. Cierto es que en mucho se le parecía: tenía su alta, erguida, robusta<br />

contextura y sus heroicos ojos ardientes, e intensificaba la similitud distribuyendo sin<br />

motivo terribles miradas profundas, exagerando la majestad al moverse y dejando que<br />

acompasasen su marcha los pliegues de su manto, copia del fraterno. Inclináronse Gilíes<br />

y sus hombres, y Berta se adelantó hacia mí, con solemne ritmo. <strong>El</strong> orfebre inició una<br />

aclaración, diciendo que planeaba separarme de mi engarce, e incorporar asimismo, al<br />

Olifante la Serpiente, cuya exquisita figura era digna de él, pero la Princesa cortó sus<br />

palabras, me asestó una ojeada de Medusa, enarboló una alhajada mano, y emitió desde<br />

las entrañas una voz de bajo, espantablemente masculina, para declarar:<br />

—Está bien.<br />

Luego le dio la espalda y se retiró, escoltada por un séquito que yo no había advertido,<br />

tanto espacio concluyente necesitaba su personalidad. Recuerdo que alguien susurró en<br />

el taller (alguien chismoso y burlón, a quien Gilíes mandó callar) que de noche la<br />

Princesa se colocaba una barba postiza y una corona, y andaba, solitaria, por sus<br />

aposentos, lanzando órdenes al vacío y mesándose los mechones artificiales. Quizá, si<br />

ella pudiera oírme, lo que la defraudaría más sería saber que no he olvidado el color de<br />

los ojos de Gilíes, y sí el de los suyos, el de sus ardientes ojos carolingios.<br />

Ha sido de esa manera como me enteré de que el orfebre pensaba añadirme a las joyas<br />

del Olifante, y me alegró que, aunque segregada de mí, también estuviese en la<br />

guarnición mi buena amiga la Serpiente de oro, que con tanta firmeza me protegió<br />

durante siglos, y tan útil me fue, sobre todo cuando no tuve más remedio que<br />

estrangularle el dedo índice al cerdo Aristófanes.<br />

A la ve/, que Gilíes me dividía delicadamente del engarce, y yo recuperaba la traza justa<br />

que debí a Nehnefer, de continuo ascendían a nuestra torre, no obstante su aislamiento,<br />

las estridencias que me sorprendieran en cuanto crucé el portal del castillo de los doce<br />

palacios, y que palentizaban el urgir de aprestos para la guerra. Corroboré que no me<br />

equivocaba, y que en efecto lodo Aquisgrán llameaba como una gran ¡ragua en la que se<br />

forjaban y batían armas innúmeras, y que yo mismo estaba preparándome a la sa/.ón<br />

para un bélico porvenir, porque quiso la casualidad que Gilíes acogiese un nuevo<br />

discípulo, y lo ilustrase sobre la razón de ser del Olifante que exigía la exclusividad de sus<br />

esfuerzos. <strong>El</strong> Olifante, mi Olifante, se iba a la guerra; el Olifante era el regio regalo que<br />

Berta reservaba para su hijo Roldan. Por si alguna incertidumbre al respecto quedase, no<br />

bien la Serpiente y yo fuimos fijados en el marfil, agregando sendos toques exóticos, al<br />

relampaguear de las gemas que se destacaban sobre las aplicadas hojas de oro y la<br />

untura de aceite, al taller acudieron la Princesa, su hijo y Olivier, el amigo dilecto de<br />

éste, para buscarme.<br />

Era el Olifante, terminada su decoración, una pieza única por su belleza y fastuosidad. Ya<br />

le habían sujetado las anchas correas que lo suspenderían del hombro de su dueño. La<br />

Princesa lo tomó de manos del orfebre; Roldan se arrodilló, y Berta, manejando con<br />

holgura el pesado instrumento, y remedando ceremoniosamente a Carlomagno al cumplir<br />

con los preceptos de la Caballería, cruzó con el tahalí el pecho del joven, de manera que<br />

el Olifante, al momento en que Roldan se levantó, colgó sobre su flanco, a modo de una<br />

curva cimitarra de marfil. Desde ese instante, no modificó el largo cuerno la<br />

mencionada posición. Día y noche, luego que partimos —y partimos aquella mañana<br />

misma—, constantemente sentí, a través del colmillo ebúrneo y de las mallas<br />

metálicas que cubrían el cuerpo de Roldan, el Huir de la sangre de su valeroso<br />

corazón, como sentí latir el de la incomparable Nefertari; el del calvo Aristófanes,<br />

cuando para su desgracia leyó en voz alta la primera escena de «La paz»; el del elegante<br />

y enamorado poeta Cayo Helvio Cinna; el del torpe Senador a quien empujaron a que<br />

asesinara a César; el del bello lámblico, en la cueva de los Siete Durmientes; el de<br />

106 <strong>Manuel</strong> <strong>Mujica</strong> Láinez<br />

<strong>El</strong> escarabajo

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