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Mujica Lainez, Manuel – El Escarabajo - Lengua, Literatura y ...

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nunca.<br />

Dos enanos más habían tomado parte en el viaje a Zaragoza en el que Velázquez fijó<br />

sobre la tela la imperecedera imagen del Primo, y acabo de nombrarlos: Sebastián de<br />

Morra, el barbudillo flamenco, y Francisco Lezcano, a quien llamaban «el Niño de<br />

Vallecas». Ahora bien, este Niño, a la sazón un muchacho de unos dieciocho años, había<br />

tenido por dueño a Encinillas y solía frecuentarlo en la cárcel, vínculo que no desconocía<br />

Don Diego, impuesto de todo lo concerniente al criminal funcionario, de manera que<br />

cuando los dos minúsculos se le arrimaron con mil zalamerías, en vez de desairarlos<br />

según su costumbre, optó por aceptar su compañía y charla. Es fácil inferir que lo que<br />

interesaba a Acedo era obtener frescos informes acerca de Encinillas, sus perspectivas y<br />

propósitos, pero de ser así casi nada logró. Fueron ellos quienes empezaron a hablarle de<br />

Eugenia Martínez, a la que adornaron con un «Doña» decorativo, refiriéndose en zumba<br />

inicialmente a los sentimientos afectuosos que por el Primo abrigaba la gordinflona, y a<br />

continuación a la firmeza de las conjeturas existentes de que la vieja Duquesa de<br />

Villerbal, viuda y sin descendencia, la incluyese en su testamento con una suculenta<br />

manda, pues la distinguía con cariño singular. Corno esas noticias procedían en buena<br />

proporción de Morra, que había sido sabandija del íntimo círculo del Infante Cardenal,<br />

hermano del Rey, y ahora pertenecía al Infante Baltasar Carlos, heredero de la Corona,<br />

es lógico que impresionaran a Don Diego. Se me ocurre que habrá tenido en cuenta su<br />

propia edad de avanzado cuarentón, y que el favor real dependía de un frágil capricho;<br />

que el despacho de la Estampa, al que pausadamente concurría, no guardaba para él<br />

posibilidades de adelanto en el porvenir, ya que nunca iba a suceder al secretario en su<br />

puesto; que no se sabía hasta cuándo se estiraba el encierro del empleado del<br />

Guardajoyas, de modo que le convenía alzar la mayor cantidad de lujosas paredes entre<br />

su flaqueza y la inexhausta cólera de Encinillas, lo cual importaba bastante dinero; y en<br />

resumen que procedía que meditase en los medios de afianzar sobre bases sólidas su<br />

futuro indeciso. Lo enumerado es ocurrencia mía, pero como coincide con hechos<br />

posteriores, pienso que no erré.<br />

Varió a partir de entonces la actitud de Don Diego de Acedo hacia la cofradía dedicada a<br />

divertir a los Príncipes. Se fue acentuando su frecuentación del ambiente que antes había<br />

rechazado, y hasta trabó amistad e intercambió confidencias con el par de caudillos de la<br />

caterva truhanesca e histriónica: los Gentileshombres de Placer, <strong>Manuel</strong> de Gante y<br />

<strong>Manuel</strong> Gómez, ambos sobremanera ocurrentes, tanto el primero, a quien titulaban<br />

«Despabilador del Rey» por el arte con que eliminaba sus melancólicos humores, como el<br />

segundo, actorzuelo y portachismografía, siempre solicitado por los Grandes para alegrar<br />

sus festejos. Añadieron estos activos «Gentileshombres», en el Palacio, restallantes leñas<br />

a la modesta fogata que en Fraga encendieran Morra y el Niño, hasta que, corrido medio<br />

año y creyendo advertir mi enano que se enfriaba el interés del Rey voluble (lo colegí del<br />

hecho de que lo convocasen menos a menudo al bufete de Don Felipe, y de que no lo<br />

llevara el Rey a Zaragoza, cuando fue allí con Don Baltasar Carlos para que lo juraran las<br />

Cortes como heredero del reino), y difundida en el Alcázar la noticia de la muerte de la<br />

Duquesa de Villerbal, accedió a participar de una entrevista con Doña Eugenia.<br />

Aquello inauguró una serie de episodios inolvidables. Habían vestido a la Monstrua con<br />

sus galas de Corte, llevándome mi dueño suspendido encima del jubón. De inmediato<br />

insistieron los Gentileshombres de Placer en el amor lejano e insólito que Don Diego<br />

había inspirado a la anchísima pretendiente, evidenciado en el fuego de sus miradas y en<br />

sus dulces parpadeos y mohines, no obstante que yo no noté nada de eso en la carota<br />

inexpresiva y en los ojos vacuos de la dama. Verdad es que hubiera merecido el Primo<br />

testimonios de pasión auténtica, ya que debo decir que estaba a lo mejor, bien lavadas<br />

las manos y la cara, brillantes las pupilas negras, y el sombrerazo triunfal. Apenas<br />

conversaron, limitándose Eugenia a unos suspiros de fuelle, y el enano a analizar absorto<br />

el monumento que se le ofrecía. Por fin besó Acedo las manos gordezuelas, y a nuestros<br />

cuarteles nos volvimos, escoltados por los dos Gentileshombres que ensalzaban el éxito<br />

del encuentro y prodigaban las cordiales chanzas, con la certidumbre de que se había<br />

sellado un pacto. <strong>El</strong> Primo, sin duda agitado por las más contradictorias inquietudes, en<br />

nada paraba mientes, pero a mí me pareció sorprender (conste que subrayo que me<br />

174 <strong>Manuel</strong> <strong>Mujica</strong> Láinez<br />

<strong>El</strong> escarabajo

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