Mujica Lainez, Manuel – El Escarabajo - Lengua, Literatura y ...
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llegaba al delirio. Perdido entre el humo y las llamas, oí que ciertas bandas partían a<br />
incendiar las casas de los conspiradores. Hacia el amanecer, algunos libertos de César<br />
acudieron a hurgar en los escombros, buscando los restos va imposibles de identificar,<br />
del patricio, para conducirlos al sepulcro de su noble familia. Uno de ellos me halló,<br />
oculto bajo los desechos y los tizones, caliente y prodigiosamente intacto, en la mano<br />
cortada de Cayo Helvio. Su codicia pudo más que su repugnancia, y me arrebató,<br />
tironeando, del carbonizado dedo. Y esa tarde misma me vendió a Cascellio, el dentista<br />
prestigioso y más rico de Roma, rico, según contaban, como un senador, y famoso por el<br />
arte con que remendaba y hermoseaba a la grandeza.<br />
¡Qué contrastes diametrales me ha asignado el Destino! De un jardinero de metáforas,<br />
de un enamorado lírico y sensual, pasé a un arrancador de muelas, reparador de<br />
incisivos y caninos y facilitador de mordeduras. Frescas estaban y continuarían durante<br />
mucho tiempo en mi memoria, las imágenes del poeta inclinado sobre el pergamino con<br />
el estilete de hueso, para añadir una línea a su obra, o inclinado sobre Tulia, ya no con<br />
ese estilete, para menesteres distintos e igualmente fascinantes, y me veía obligado a<br />
adaptarme de súbito a una atmósfera que nada tenía que hacer ni con la poesía ni con el<br />
amor, y cuya diosa ostentaba por diadema una falsa dentadura. Así es la vida, y más aún<br />
la de quien, como yo y por razones incógnitas, larguísimamente vive.<br />
Estaba la residencia y consultorio de Cascellio en la zona del Foro Boario; por eso allí,<br />
desde las horas más tempranas, trompeteaba el doloroso y tardo mugir de los bueyes<br />
traídos de lejos, y sometidos a la compra y venta. Era el odontólogo un hombre grueso y<br />
corto, de mediana edad, cuidadosamente rasurado, con una gran verruga, que por<br />
momentos parecía pronta a inflamarse, bajo el ojito izquierdo. Se desvelaba por refinar<br />
sus maneras hasta un extremo un tanto ridículo, y prodigaba las reverencias y los elogios.<br />
Los días de mercado acentuábase su cortesía, como para subrayar bien la oposición<br />
entre su calidad delicada y la grosería de los vacunos y sus conductores, cuyos<br />
respectivos lenguajes resonaban, simultáneos, allende las paredes del dentista a la<br />
moda. Por lo demás, se había esforzado por dotar al salón donde atendía a sus clientes<br />
de las mayores elegancias, sumando lo práctico a lo bello, a fin de tranquilizar, supongo,<br />
a quienes se le sometían con resignado pavor.<br />
<strong>El</strong> adorno principal del aposento donde transcurría buena parte de su jornada, consistía<br />
en un vasto diván cubierto por cómodos y vistosos almohadones. Había plantas y jaulas<br />
con pájaros a lo largo de los muros, y también animales embalsamados, como un<br />
pequeño cocodrilo y un búho. En estanterías, superponíanse a los frascos, los morteros v<br />
las cajas. Aprendí en breve (como había aprendido el manejo del ágil verso hexámetro<br />
por los poetas neoteroi), el uso de buriles, punzones, limas, raspadores y sierras, que<br />
poblaban prolijamente las mesitas vecinas del diván. Presencié —primero con terror,<br />
después con curiosidad, por fin con fastidio— el empleo del gatillo y de la palanca; vi<br />
utilizar la rizagra para extraer raíces; asistí a la elaboración de puentes de oro y a la<br />
colocación de dientes de hueso y de marfil, cuando no se trataba de dientes humanos, de<br />
oveja o de buey... acaso por un arreglo de Cascellio con los que perdían los cornudos del<br />
Foro Boario. Supe de mondadientes, y que Cascellio aconsejaba la púa del puercoespín y<br />
sobre todo un hueso de liebre filoso como una aguja; v valoré los dentífricos,<br />
principalmente el de cascaras de huevo y el de tobillo de vaca pulverizado y mezclado<br />
con mirra; pero el preferido por las aristocráticas señoras, era el de orina, que traían de<br />
España en preciosos vasos de alabastro, y que su snobismo consideraba mejor (ignoro<br />
por qué), para blanquear los dientes, que la mucho más barata orina de los italianos.<br />
Finalmente, cuando el paciente penaba en demasía, Cascellio le aplicaba una cataplasma<br />
de ciprés o de iris, le ataba la cara, y le colgaba del pecho, dentro de un saquito, un<br />
amuleto hecho con excrementos de cuervo o de gorrión, que aseguraba ser infalible.<br />
Como se inferirá, me transformé en una autoridad en la materia, y de no impedírmelo mi<br />
estructura, quizás hubiese concluido por dedicarme a la odontología. Por otra parte, no<br />
siempre lucía en el anular derecho del dentista, durante las operaciones: sólo me<br />
adoptaba cuando recibía a personalidades de pro; en los descansos, yo permanecía<br />
atento en la mesita más próxima, entre las sondas, los escalpelos y el instrumental que<br />
<strong>Manuel</strong> <strong>Mujica</strong> Láinez 69<br />
<strong>El</strong> escarabajo