Radiguet,%20Raymond%20''Le%20diable%20au%20corps''-Xx-Fr-Sp

Radiguet’s L.Carriedo
avions à passer ensemble. Elle pleurait aussi
de partir. Pourtant, j’eusse voulu employer
les dernières minutes à autre chose qu’à
boire nos larmes.
Marthe me laissait sa clef, me
demandant de venir, de penser à nous, et
de lui écrire sur sa table.
Je m’étais juré de ne pas l’accompagner
jusqu’à Paris. Mais, je ne pouvais vaincre
mon désir de ses lèvres et, comme je
souhaitais lâchement l’aimer moins, je
mettais ce désir sur le compte du départ, de
cette « dernière fois » si fausse, puisque je
sentais bien qu’il n’y aurait de dernière fois
sans qu’elle le voulût.
À la gare Montparnasse, où elle
devait rejoindre ses beaux-parents, je
l’embrassai sans retenue. Je cherchais
encore mon excuse dans le fait que, sa
belle-famille surgissant, il se produirait
un drame décisif.
Revenu à F..., accoutumé à n’y vivre
qu’en attendant de me rendre chez
Marthe, je tâchai de me distraire. Je
bêchai le jardin, j’essayai de lire, je jouai
à cache-cache avec mes soeurs, ce qui
ne m’était pas arrivé depuis cinq ans. Le
soir, pour ne pas éveiller de soupçons, il
fallut que j’allasse me promener.
D’habitude, jusqu’à la Marne, la route
m’était légère. Ce soir-là, je me traînai,
les cailloux me tordant le pied et
précipitant mes battements de coeur.
Étendu dans la barque, je souhaitai la
mort, pour la première fois. Mais aussi
incapable de mourir que de vivre, je
comptais sur un assassin charitable. Je
regrettais qu’on ne pût mourir d’ennui,
ni de peine. Peu à peu, ma tête se vidait,
avec un bruit de baignoire. Une dernière
succion, plus longue, la tête est vide. Je
m’endormis.
Le froid d’une aube de juillet me
réveilla. Je rentrai, transi, chez nous. La
maison était grande ouverte. Dans
l’antichambre mon père me reçut avec
dureté. Ma mère avait été un peu malade
: on avait envoyé la femme de chambre
me réveiller pour que j’allasse chercher
le docteur. Mon absence était donc
officielle.
Je supportai la scène en admirant la
délicatesse instinctive du bon juge qui,
entre mille actions d’aspect blâmable,
choisit la seule innocente pour permettre
au criminel de se justifier. Je ne me
justifiai d’ailleurs pas, c’était trop
difficile. Je laissai croire à mon père que
je rentrai de J... et, lorsqu’il m’interdit
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para estar juntos. Ella también lloraba por
su marcha. Sin embargo, hubiese preferido
emplear los últimos minutos en algo que
no fuera tragarnos nuestras lágrimas.
Marthe me dejaba su llave, pidiéndome
que fuera allí, que pensase en nosotros, que
le escribiera sobre su mesa.
Me había propuesto no acompañarla
hasta París. Pero no podía dominar el deseo
que tenía de sus labios y, como pretendía
cobardemente quererla menos, justificaba
aquel deseo por su próxima partida, por esa
«última vez» tan falsa, ya que sabía
perfectamente que no habría última vez
mientras ella no lo quisiera.
En la estación de Montparnasse, donde
Marthe tenía que reunirse con sus suegros,
la besé sin disimulo. El hecho de que, si
sus suegros aparecían de improviso,
pudiera producirse un drama decisivo, me
impulsaba aún más a ello.
De regreso a F..., y acostumbrado a no
vivir allí más que esperando el momento
de ir a casa de Marthe, intenté distraerme.
Estuve cavando en el jardín, traté de leer,
jugué al escondite con mis hermanas; cosas
que no había hecho en los últimos cinco
años... Al anochecer, para no levantar
sospechas, tuve que ir a pasear. Por lo
general, el camino hasta el Marne se me
hacía corto. Aquella noche iba
arrastrándome, los guijarros me torcían los
pies y aceleraban los latidos de mi corazón.
Tendido sobre la barca, por vez primera
deseé la muerte. Pero, sintiéndome tan
incapaz de morir como de vivir, confiaba
en un asesino caritativo. Lamentaba que no
fuese posible morir de aburrimiento o de
melancolía. Poco a poco, mi cabeza se iba
vaciando con el mismo ruido de una bañera.
Una última succión, más prolongada, y la
cabeza estaría vacía. Me dormí.
El frío de una madrugada de julio me
despertó. Volví a casa aterido. Todo el
mundo estaba despierto. En el vestíbulo
mi padre me recibió con dureza. Mi
madre se había sentido indispuesta:
había mandado a la doncella que me
despertase para que fuese a buscar al
médico. Mis ausencias eran, pues, ya
oficiales.
Soporté la escena, admirando la
instintiva delicadeza del juez bondadoso,
quien, entre mil acciones censurables, elige
la única inocente para permitir que el
criminal pueda defenderse. Pero no intenté
justificarme, me resultaba demasiado
difícil. Dejé que mi padre creyera que
volvía de J..., y, cuando me prohibió salir